Por donde se le mire, el PRI se encuentra en caída libre. Sea por la pérdida de su control territorial (probablemente termine el sexenio sin un gobierno estatal en su poder) o por la mediocridad y desprestigio de sus dirigentes. Pero mal haríamos en declararlo muerto; ya lo hicimos en 2000, cuando dejó la Presidencia solo para verlo regresar 12 años más tarde. Recordemos que durante los próximos dos años su medio centenar de diputados constituyen la bisagra necesaria para aprobar o rechazar reformas constitucionales y, más importante, la intención de voto que aún mantiene el partido, alrededor de 17 por ciento según la encuesta que se consulte, no da para ganar elecciones, pero sí para que su alianza con uno u otro haga una diferencia sustancial. No es ni la sombra de lo que fue, pero cadáver tampoco es precisamente. En otra oportunidad habría que analizar la versiones que podría adoptar el PRI en su largo desplome.
Pero más allá de la involución del instituto llamado PRI, su declive representa el fin de un orden social y político que, como bien dice López Obrador, está muriendo sin que termine por nacer otro.
En cierta forma la debacle del PRI hace recordar la caída de la Unión Soviética a fines del siglo pasado. El mundo se apresuró a festejar los funerales del imperio sin preguntarse mayor cosa sobre lo que pasaría con su desmembramiento. La República de repúblicas había congelado durante décadas conflictos regionales y religiosos de una multiplicidad de etnias y naciones. Y si bien la URSS fue presa de su propia incapacidad y el modelo había dejado de ser funcional en muchos sentidos, su caída generó problemas que nunca se anticiparon o se subestimaron. Desde arsenales atómicos en manos de un poder político inestable (como fueron los años de Gorbachov a Yeltsin) hasta el estallido de guerras, conflictos civiles y fanatismos religiosos. Aunque hoy Vladímir Putin es el villano favorito, imagen ganada a pulso sin duda, también es cierto que su consolidación en el poder constituyó un respiro para las otras potencias, al garantizar la estabilidad política, aun cuando, hipócritamente, nunca lo confesaran. Otra cosa es que ahora haya roto tal estabilidad con la invasión a Ucrania, imperdonable para las metrópolis porque rompe las reglas del juego.
Se me dirá que la comparación es excesiva y, en efecto, habría muchas diferencias. Pero hay una moraleja que recoger en todo esto. Los imperios tan longevos y poderosos no desaparecen sin consecuencias. ¿A qué me refiero en el caso del PRI? Podemos celebrar el final del corporativismo charro o el derrumbe del clientelismo ejidal y campesino que ejercían las organizaciones priistas, pero debemos estar conscientes de que cumplían tareas de control del conflicto y gobernabilidad que no han sido reemplazadas. Algo de todo esto ha heredado Morena, pero muy lejos de la verticalidad y la extensión que caracterizaba al PRI. No abogo por el regreso de ese orden anacrónico, injusto y autoritario, simplemente señalo que el proceso de desmantelamiento tiene un impacto para el que habría que estar preparado.
De un tiempo acá los grupos sociales en conflicto han percibido que los canales tradicionales de negociación (o cooptación si se quiere) están rotos y se creen obligados a actuar por cuenta propia: tomar casetas, bloquear vías de comunicación e incluso retener autoridades. Me temo que esto irá en aumento. Las recientes protestas de los trabajadores de Pemex abren un frente que nos habíamos acostumbrado a dar por descontado: la disciplina del sector obrero. Y lo que vale para los de abajo, vale para los de arriba: el empresario no toma instalaciones, deja de invertir; los canales tradicionales para dirimir sus cuitas e intereses han perdido parte de su fluidez.
En una sociedad sana, la caída de un orden autoritario, que asegura tranquilidad y gobernabilidad pero obstaculiza a la comunidad, es sustituido por el surgimiento de un entramado de instituciones que ofrecen salida a los conflictos y vías de expresión a las diferencias. Lo que antes se resolvía por la represión y la cooptación (compra de líderes, para decirlo rápido) ahora se debería conseguir gracias a reglas claras y consensos. En México no ha sucedido así, o al menos no con la velocidad necesaria.
Las élites festejaron un fin de ciclo que los había privilegiado y se entregaron al inicio del otro, pensando que la modernidad sustituiría, gracias a sus bondades y beneficios, lo que el régimen anterior resolvía de manera ruda. Lo que sucedió, como sabemos, es que para la mitad de México tales beneficios no han llegado. Las razones para la inconformidad (impunidad, pobreza, injusticia, falta de oportunidades) se han mantenido, al mismo tiempo que han ido desapareciendo o debilitándose los mecanismos que tenía el sistema para procesar, diluir o postergar tales conflictos. Y dicho sea de paso, lo mismo podría decirse del Ejército, al que el régimen priista mantuvo acotado y la 4T está convirtiendo en la fuerza más protagónica de un nuevo orden.
Por ahora, el enorme carisma de López Obrador, de cara a los sectores populares, y las muchas expectativas que sus promesas de cambio han despertado representan una fuerza moderadora de esta crisis, pero los signos de conflictividad social, incluso con su presencia, están a la vista. Un obradorismo más moderno, como el que presumiblemente arribaría en el siguiente sexenio, ofrecería un descanso a la polarización y una convocatoria a la conciliación, supongo. Pero también abre preguntas sobre lo que podría pasar con esta inconformidad social una vez que el líder no esté presente. Sin las redes de control del viejo orden priista, sin un entramado de instituciones democráticas validadas por el México profundo, con un sistema político y económico incapaz de ofrecer respuesta a las necesidades de tantos y sin el carisma amortiguador de AMLO, ¿qué escenarios se abren?
Tras la caída del Muro muchos pensaron que la ex Unión Soviética “evolucionaría” a una Rusia europeizada y moderna. Lo que sucedió fue una salida hacia atrás, aunque en versión actualizada, por la vía de una oligarquía centrada en torno al régimen autoritario de Putin. Muy probablemente el gobierno que suceda a López Obrador, a cargo probablemente de Claudia Sheinbaum o de Marcelo Ebrard, tendrá una última oportunidad, me parece, antes de que la necesidad de gobernabilidad ceda a la tentación de salidas hacia atrás, con modalidades de ese priismo que no muere con el cascarón del partido. Espero estar equivocado.
Jorge Zepeda Patterson
@jorgezepedap