En la reedición de los tres volúmenes que conforman La pequeña historia de la ira en México, Heladio Campomanes aclara en el prólogo que su autor —Juan Guillermo Bastida Berrocal— era nada más ni nada menos que “un prócer de la prosa” no solo por la condensación y capacidad analítica con la que repasó tantas y diversas caras del pretérito mexicano, sino por la ya casi olvidada virtud de haberlo hecho en taquigrafía y a lápiz (se dice que la srta. Lupita Menéndez se encargó de la transcripción a máquina). Debemos a Bastida Berrocal la psicoanalítica confirmación de que el pueblo migrante y mexica decidió fundar Tenochtitlan ante la “contemplación asombrosa de un guajolote devorando a un cuyo blanco en el único islote con nopaleras entunada en medio no de un lago, sino charco de aguas ácidas”. Si la Historia Oficial con mayúscula lleva siglos afirmando algo diferente a esta verdad histórica se debe —según Bastida Berrocal—“a una de las primeras consecuencias del agrio sabor de la ira”, provocada por un pleitazo donde se jalaron las greñas 17 guerreros enmascarados.
En otro pasaje memorable, Bastida Berrocal explica la llegada de Hernán Cortés en una rara nao que levitaba a pocos metros por encima del suelo, mas lo que importa son sus luengas horas de paleografía para descifrar que Pedro de Alvarado fue un hombre en permanente estado de hartazgo y rencor: abono de una ira irrefrenable que desencadenó la llamada Matanza del Templo Mayor. Así también, consta en el primer volumen que el Virrey de Mendoza “acostumbraba lanzar gritos iracundos desde el balcón de su habitación” y que el Virreinato es un largo período que simplemente no se puede explicar sin la debida comprensión y etimología detallada del término encabronado, que tiene hondas raíces extremeñas y nada qué ver como sinónimo de enojo, pues se trata de un veneno mucho más agrio, rancio y quemante.
En el tomo II de Bastida se habla de los claros antecedentes de la lucha por la Independencia, apuntalados por el necio afán de contagiar iras por doquier: es eso lo que paralizó de perfil y para siempre a la muy peinada Doña Josefa Ortiz y lo que explica el despeinado (no obstante la calva) del cura Miguel Hidalgo y otros 24 párrocos pueblerinos que ya no podían seguir ocultando sus iras. De hecho, según Bastida Berrocal, viene desde entonces la mexicanísima costumbre de decir “Ira, ira cómo vuelan los patitus” (sobre todo en localidades cercanas al lago de Pátzcuaro) y es la ira como simiente de unidad revolucionaria lo que finalmente distingue al Grito con el que inicia el largo proceso independentista, que se alargaría durante más de una década —no solamente para multiplicar las iras en ambos lados del Atlántico— sino para esperar —sin éxito— la invención del lanzagranadas y de los rifles de alto poder (que no verían luz hasta un siglo y medio después).
Sorprenderá al lector que el tercer tomo de La Pequeña Historia de la Ira en México pasa de la prosa en forma de ensayo y crónica, al libre vuelo de la lírica y no pocos expertos coinciden en que se convierte en novela en el párrafo preciso donde Bastida Berrocal narra la llegada de un caballero a las puertas de una Hacienda en el hoy estado de Hidalgo (cerca de Tunalguilla) y narra él mismo, no sin ira, el cansancio del viaje y la falta de refrescos embotellados a lo largo del camino. Sabemos que los chescos también llegarían como alivio a la sed hasta bien entrado el siglo XX y es por ello que Bastida Berrocal subraya que se trata de una escena decimonónica, sin fecha, aunque el propio jinete al desmontar a su yegua inicia un profético soliloquio donde pasa a enumerar todas las sucesivas generaciones de mexicanos que han de subir lentamente por la escala social no gracias a sus logros académicos o triunfos económicos, sino a la destilación salival e inapelable de la ira y así, el jinete entre furioso al primer patio de una hacienda sin macetas y de una cachetada fulminante tumba al mozo que realizaba funciones de jardinero.
El caballero entra al salón principal de la hacienda, quitándose el cinto y gritando a voz en cuello: “¡¡Aquí naiden me ha de contradecir las órdenes que lanzo con la pura mirada!!”, exclamación inexplicable que —32 páginas después—desemboca en el entrañable momento en que una mujer anónima extrae del escote de su vestido inmaculado una hojita de papel membretado donde una finísima caligrafía se en-carga de desengañar al incauto con la sentencia ya inapelable que reza: Inocente palomita que te dejas engañar.
Un prócer de la prosa
- Agua de azar
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Jorge F. Hernández
Ciudad de México /