
En el corazón de Madrid el domingo se puebla de paseantes con perros. Un caballo relincha sobre sus patas traseras rellenas de plomo y el sol parece de verano en pleno octubre. De lejos, observo a una pareja que parece reconocerse en conversación de silencios y alguna sonrisa; de pronto, un perro se interpone entre sus caras como si los reconociera o exigiera cariños. Se ha soltado de la correa y quizá su dueño lo busca en la otra orilla de los inmensos jardines. El instante inasible entre dos miradas se ha interrumpido por la silueta delgada de un galgo innombrable…
Todo parece ahora una metáfora del domingo pasado. Parejas pretenden pasear y propietarios de perros aprovechan el ocio para leer el diario en papel mientras las mascotas corren sueltas a la sombra de los palacios, pero en los encabezados y en los corrillos mucha gente comenta una nueva guerra. El Shabat amaneció en otro Sunday Bloody Sunday, mientras prosiguen las otras guerras ya casi olvidadas y tenía razón el poeta José Emilio Pacheco cuando escribió que al sonar las trompetas del Apocalipsis tendrán que hacer una pausa para los anuncios comerciales en el mundo que parece divagar sin rienda, en la concentración envidiable de las parejas que podrían enamorarse sin palabras al filo del telón de todos los horrores del mundo.
Es absolutamente inadmisible que una horda de hélices desciendan disparando a mansalva sobre una multitud de jóvenes que se miraban a los ojos bailando sin saber que la coreografía improvisada terminaría en masacre y es imperdonable que el fanatismo y rencor de décadas intente venganza con el secuestro violento de niñas y ancianos, abuelos y nietos, inocentes que en un día sagrado de silencios no imaginaban la guadaña.
Es absurdo que los profesionales del poder duden en sus condenas o reprobaciones de la violencia, que hagan un discreto mutismo acomodaticio para no definir como terrorismo al terror mismo, que se escuden en pretextos del pretérito para justificar atrocidades de hoy y ahora entiendo que el galgo que se cruzó entre las miradas de un posible beso no es más que el recuerdo intempestivo de que toda forma del amor y el sosiego está expuesta al ladrido imprevisto de un perro en medio.