
Publicado en el número de noviembre-diciembre de 1856 de Putnam's Monthly Magazine, “Bartleby, The Scrivener” se ha traducido al español como “Bartleby, el escribiente”, aunque podríamos sinonimizarlo como copista o bien, escribidor. Su autor, Herman Melville alcanzó póstuma gloria con Moby Dick, novelón infinito de obligada lectura y relectura, pero con el cuento de Bartleby hablamos no sólo de un ejemplo perfecto de lo que llaman en inglés historia corta o relato breve y que en español aliviamos y alivianamos con llamarle cuento a lo que cuenta, al chiste que tiene su métrica y precisa medición y al chisme que si se cuenta mal arruina la reputación de protagonistas equivocados.
Bartleby es un personaje fantástico y un ejemplo raro que a menudo hay que admirar e incluso clonar. Es un raro duende burocrático, verdoso o gris, que guarda silencio la mayor parte del tiempo que le duran sus párrafos y que al conseguir empleo en una oficina de Wall Street como escribiente o copista vierte inicialmente todas sus energías en el debido cumplimiento de hacedor y verificador de letras… hasta que llega el día y la bendita línea en tinta donde Bartleby responde “Preferiría no hacerlo” ante cualesquier pregunta, sugerencia, orden, petición o insinuación de su jefe.
No cuento más del cuento para instar a quienes lo desconocen a que hoy mismo se afilien a esa linda e inofensiva forma de desobediencia civil, también hálito y aliento de libertad o declaración de íntimos principios ante la testaruda y engreída imposición del poder en todas sus formas. Que si aquí yo mando y sólo truenan mis chicharrones para que hagas o deshagas lo que dicto, pues preferiría no hacerlo y en santa paz; que no tienen ningún caso o beneficio seguir gastando saliva ante la imbecilidad y mentira de los políticos, hartazgo que inyecta ganas de insultarlos y seguir escribiendo o describiendo sus descalabros y desmanes, pues preferiría no hacerlo y mejor aún: me concentro en rendirle un homenaje a Bartleby, el fantasma que quizá se forjó su caparazón en la oficina de objetos olvidados o cartas sin remitente o destinatario que se quedaron en el limbo vacío de las amnesias y decidió entonces heredarnos esa sana renuncia a encarar o incluso hablar con tanto mamón engreído y empoderado que cree tener siempre la razón cuando en realidad se le podría iluminar las entendederas con crema de lodo en sus fauces o siete palabras que demuestran sus inútiles equívocos pretenciosos… pero prefiero no hacerlo.