
El presidente de México ha confirmado que “todo es místico” y muestra una fotografía como prueba irrebatible de que sobre las vías del Tren Maya pende la bendición de seres mágicos, elfos mayas, duendecillos intemporales llamados Aluxes y el mundo entero se distrae por unos segundos en el azoro ante la epifanía Macuspana. Poco importa que la mentada fotografía circulaba en redes sociales desde hace tres años y que correspondiera a un avistamiento esotérico en otra parte de México y no en la Península de Manzanero… y poco importa que cuando yo mismo empecé a alucinar elefantes rosáceos con alas de cerdo toqué fondo, asumí el triunfo de mi derrota y busco desde dos décadas la debida sobriedad que me libre de andar contagiando colágeno conspiracionista.
¿Quién es uno para burlarse de la iluminación descabellada y canosa? ¿De cuándo acá importa si la incipiente o consolidada demencia senil afecta o no las decisiones de Estado? Bien visto, hace años descubrí a un taquero en Villa Coapa que era idéntico a Osama Bin Laden y nadie atendió mi alarma formal ante el M. P., que consumía tres de suadero en la taquería del terrorista, y qué decir de mi convencida y casi confirmada revelación de que mi maestra de Geografía en segundo de preparatoria era extraterrestre (mirada estrávica, dos dedos de la mano derecha pegados como aletas de pato y un siniestro carraspeo cada vez que señalaba en el mapa el Bolsón de Mapimí).
Digamos a coro —en la próxima marcha de acarreados— que sí creemos en esa mística irrebatible. Marchemos con las antenas de conejo sobre el cráneo (homenaje velado al Chapulín Colorado o alusión socarrona al Duende Bubulín) y prendamos veladoras a los Aluxes ferroviarios, a lo elfos que combaten corrupción con corrupción y a la Bruja mayor que plagia con toga. Por supuesto que hay que creer en la nueva vibra del humanismo (o enanismo u onanismo) mexicano si hemos visto levitar como voladores de Papantla aviones invisibles en aeropuerto vacío, oído ante el foro del mundo un mensaje para recordar que Mussolini se llamaba Benito porque cuidaba ovejas de niño en San Pedro Guelatao y hablamos ya con alargadas pausas que simulan la baba, aderezan confusión y aderezan cualquier dictado del delirio.
Jorge F. Hernández