Desde que la arquitectura apareció sobre la faz de la tierra, en esta dimensión, ocurrió como una manifestación de inteligencia propia de seres evolucionados que habrían superado retos y vicisitudes en su tránsito trashumante en los entornos azarosos que recorrían. Primero la cueva, luego la cabaña, los palafitos, los cranoges, las pallozas, los trulos y otras expresiones formales y espaciales para habitar, como sitios de resguardo y protección para la preservación del clan y, por ende, de la especie humana.
Después de satisfacer las necesidades básicas, el hombre encontró el sentido de su existencia cuando tuvo noción de la lógica: Ya desde las primeras imágenes creadas para cumplir con el ritual de la vida por medio de las pinturas rupestres, tanto como en la portentosa creación de signos y líneas diseñadas y grabadas en la piedra de Blombos –el testimonio más antiguo de la razón y el pensamiento presente y permanente de la creatividad universal–. Asimismo, en el camino, se dispuso a filosofar y descubrió la trascendencia y el elevado significado de lo sagrado. Construyó su cosmovisión y elaboró su cosmogonía para dedicar culto a los muertos y rendir tributo a los dioses como entes incomprensibles. Así, apareció la heurística que le permitió inventar realidades y dignidades para celebrar la vida y conmemorar la ausencia y el vacío. Menhires, Taulas, Dólmenes y una miriada de monumentos dispersos en el locus natural de la fantasía y la imaginación. Llegaron las religiones y con ellas se multiplicó la capacidad humana para recrear, en el Topus Uranus, los ideales y aspiraciones de cada época y, así, cada cultura y cada civilización aplicaron la impronta de sus deseos materializados en arquitectura.
Transcurrimos en el tiempo y la arquitectura se convirtió en el más poderoso instrumento para delimitar y definir la vida. Con ella se conformaron los asentamientos y las ciudades, se configuró la memoria histórica y ocurrió el milagro de la transfiguración del espíritu del lugar para conducirnos hacia conseguir la consolidación de la máxima aspiración del ser, compelernos al acto humano perfecto, para alcanzar la felicidad. La arquitectura es, pues, el continente de la felicidad.
De tal suerte, quienes nos dedicamos al noble oficio de la arquitectura y que la entendemos como la oportunidad de crear lugares y sentidos para el goce del espíritu y espacios para el disfrute en el diario realizar de nuestras actividades genéricas cotidianas; que comprendemos la relevancia del vacío que llena la mirada y colma de placer estético, a través de estructuras y formas –ya audaces, ya básicas, ya esenciales– que lo delimitan y contienen… aspiramos a proyectar escenarios para la poesía y la ensoñación. Nos reconocemos como facilitadores para hacer de la arquitectura el “acto sublime de la imaginación poética”, como lo dijera Luis Barragán.
Es por ello que el día 1 de octubre, que coincide con el Día Mundial del Hábitat, se instauró en México el Día Nacional del Arquitecto y el Gobierno de la República lo decretó desde 2004. Hoy, 2 de octubre, en ocasión de esa efeméride y para que no se olvide, los arquitectos nos reunimos en el galante teatro Degollado para reconocer el desarrollo profesional de la grey y algunas obras gubernativas, en el espacio público, que merecen la gracia de ser distinguidas por sus aportaciones a la armonía social. JFA