El alquimista Paracelso, que vivió durante la primera mitad del siglo XVI, inventó accidentalmente una pequeña criatura autónoma, una persona que al no alcanzar una dimensión, física y moral, convincente, fue llamado, por el mismo alquimista, homúnculo, no un hombrecillo sino un hombrejo o un hombroide. El homúnculo se movía según su propia voluntad, se expresaba e incluso acabó convirtiéndose en el enemigo de Paracelso. Una historia que nos recuerda a la del doctor Frankenstein y su criatura traicionera, que escribiría Mary Shelley dos siglos más tarde, obviamente inspirada en el empeño de los alquimistas que, además de crear oro a partir del opus nigrum, querían crear también la vida.
Ya desde entonces era flagrante, como puede verse, la obviedad de nuestra especie: en la Edad Media la gente quería ser rica y vivir eternamente y henos aquí, en el siglo XXI, todavía arrastrando esa ilusión infantil.
¿Cómo puede crearse de manera accidental un homúnculo? Según contaba Paracelso el hombroide salió espontáneamente de un caldero burbujeante donde se cocinaban elementos tan dispares como carbón, mercurio, piel y pelos de personas y animales, y otros materiales que no revelaba, o lo hacía en clave alquímica, con una de esas fórmulas que hoy resultan indescifrables. De todas formas aunque pudiéramos descifrar la formula y reproducirla, lo que saldría de ahí no sería un homúnculo sino una espesa y preocupante humareda.
La ciencia ha demostrado que la vida brota de un proceso mucho más complejo, que no basta con mezclar elementos en un caldero y que, por el momento, hay que echar mano de nuestra biología para producir un mamífero.
El homúnculo de Paracelso sirvió para que los alquimistas, los médicos y los astrónomos, los científicos de entonces se pusieran a pensar en los mecanismos que utiliza la naturaleza para crear un cuerpo vivo y se concentraran en la observación aguda del fenómeno que, años más tarde, produjo el primer microscopio. El microscopio fue la puerta hacia nuestra intimidad biológica, empezaron a observar de cerca los tejidos pero, sobre todo, nuestra red hidráulica, el sistema de fluidos que cargamos en nuestro interior, la sangre, las lágrimas, el sudor y la orina, y ese fluido grueso y tumultuoso que conecta directamente con el homúnculo de Paracelso: el semen.
Al observar el semen bajo la lente se descubrió que dentro de aquel fluido pululaban millones de criaturas vivas pero, como el microscopio era entonces muy precario, los espermatozoides se veían sin mucho detalle, eran unas partículas nerviosas que, grosso modo, tenían cuerpo, cabeza y una vibrante autonomía parecida, aunque infinitamente más pequeña, a la del homúnculo de Paracelso.
La visión del hombre que observa su propio semen para explicarse a sí mismo arroja pistas sobre la clase de bichos que somos.
La conclusión que salió de aquellas observaciones fue errónea pero al mismo tiempo impecable, rigurosamente cierta si dejamos al margen lo que la ciencia iría descubriendo con el tiempo: cada uno de esos homúnculos que viajaban en el semen era una persona en miniatura, con sus órganos, sus extremidades, sus cinco sentidos y todos sus atributos, que se alojaba en el útero de la mujer y ahí, al abrigo de los tejidos y de la temperatura maternal, iba creciendo hasta que, nueve meses más tarde, salía ya con un tamaño más conveniente. Los que tuvieron, y sostuvieron durante años esta revelación eran conocidos como los “espermistas”; todo venía del espermatozoide y la mujer era exclusivamente el horno donde se cocinaba el homúnculo. Ante el conflicto que suponía un niño parecido a su madre, los “espermistas” argumentaban que el horno donde se cocinaba el homúnculo podía contagiarle ciertos rasgos físicos.
La contraparte de los “espermistas” eran los “ovistas”, otro grupo de visionarios que había imaginado que el óvulo era un contenedor lleno de homúnculos y que él papel del macho se reducía a remover la zona para que con las sacudidas se desprendiera el niño del óvulo.
Lo verdaderamente inquietante de estas dos teorías es el sistema con el que se expandía la especie: cada hombre, o mujer, llevaba dentro una carga de homúnculos, pero también cada homúnculo iba ya cargado con su cuota de homunculitos y estos a su vez llevaban sus homunculititos y así hasta el infinito o, mirando hacia atrás, hasta el principio de los tiempos cuando la primera mujer, o el primer hombre, llevaban en los ovarios o, según la escuela, en los testículos, la humanidad completa. Desde este punto de vista queda clara la importancia de Adán y Eva: nadie más ha llevado dentro de su cuerpo a toda la especie.