Voy a contarles uno de los episodios sexuales más perturbadores de la historia de nuestra especie. Todo comienza en el momento en que Minos, para convertirse en el rey de Creta, invoca al dios Poseidón. De pie frente al mar Mediterráneo, ante ese pueblo que está a punto de gobernar y bajo la mirada vigilante de Sarpedón, su hermano que también quería ser el rey, lanza un desafío desmesurado: después de dedicarle un altar a Poseidón, pidió a los dioses que, si estaban de acuerdo en que él fuera el rey de Creta, hicieran salir un toro del mar. Inmediatamente después, como si se tratara de un acto de magia, y no del poder que tenían los dioses para disponer de las criaturas de la tierra, salió del mar un enorme y resplandeciente toro blanco.
Así se convirtió Minos en el rey de Creta, esa isla que durante siglos transmitió a Grecia la sabiduría, la magia y los productos que llegaban de Libia y más allá. Gracias a Creta, por ejemplo, han llegado hasta nosotros el vino y las aceitunas.
Como la aparición del toro blanco no era un acto de magia sino obra de los dioses, Poseidón, el dios del mar, esperaba que, de acuerdo con el protocolo, el nuevo rey Minos sacrificara en su honor a ese hermoso toro que había salido del agua. Pero Minos ya era el rey, y convencido de que era capaz de engañar a Poseidón, sacrificó en su honor un toro más modesto y ocultó en sus establos al que acababa de salir del mar.
Minos se había quedado enamorado del toro blanco, era el símbolo incontestable de su poder y a Poseidón no le gustó nada la trampa que le hizo el rey. El dios impuso a Minos un castigo, lanzó un hechizo sobre la bella Pasífae, su mujer, para que también se enamorara del toro blanco, pero no en el plano simbólico, como le pasaba a Minos, sino en el plano sexual. Una vez lanzado el hechizo, Pasífae quedó prisionera del deseo urgente de que ese hermoso toro blanco la poseyera.
A estas alturas de la historia, no pueden pasarse por alto las infidelidades de Minos, de las que Pasífae estaba al tanto; la Mitología griega nos cuenta que a una de las mujeres que se le resistía, la había seducido con dos obsequios: un sabueso que atrapaba a su presa y no la dejaba escapar, y una flecha que siempre daba en el blanco. Aquella mujer aceptó los obsequios y su condición de amante, pero antes obligó a Minos a beber una pócima que le había dado la maga Circe para contrarrestar el hechizo de Pasífae, que arrastraba Minos cada vez que lograba una de sus conquistas: cuando eyaculaba, en lugar del semen le salían serpientes, escorpiones, alimañas, que devoraban por dentro a la mujer que acababa de conquistar. La naturaleza del hechizo ilustra, a la perfección, la rabia de Pasífae.
El castigo que impuso Poseidón al rey estaba a la altura de su divinidad, en la línea de esa sólida moral que mueve a los dioses, era una venganza y un escarmiento: Pasífae, la mujer de Minos el infiel, estaba a punto de serle infiel a su marido, con el toro blanco.
Entre los hijos de Minos y Pasífae, estaba Ariadna, que tiempo después se haría muy famosa por un hilo de cáñamo que le daría a Teseo para que lograra salir del laberinto. Pero esa es otra historia.
Loca de deseo por el toro blanco, Pasífae recurrió a Dédalo, que era el artista de la corte; o el artesano, porque hacía las muñecas de madera con las que jugaban las hijas de la reina; o quizá el arquitecto, pues fue el diseñador del laberinto en el que el rey Minos encerraría al Minotauro; o el inventor, por las alas de plumas y cera que construiría para que Ícaro, su hijo, escapara con la siguiente recomendación: No vueles a demasiada altura para que el sol no funda la cera, ni demasiado bajo para que el mar no humedezca las plumas. Pero esa es otra historia.
Pasífae recurrió a Dédalo, como digo, le contó del toro blanco que había salido del mar y del deseo voraz que la atormentaba. Dédalo prometió ayudarla, se encerró durante varios días en su taller, mientras construía una vaca hueca de madera, cubierta de piel, con unas pequeñas ruedas disimuladas debajo de las pezuñas. Cuando la tuvo lista llamó a Pasífae y juntos llevaron a la vaca a la pradera en la que pastaba el toro blanco, junto con el resto del ganado del reino, y ahí, en medio de las otras vacas, Dédalo colocó su ingenio y después dio instrucciones a Pasífae para que se metiera dentro, siguiendo la estructura de la vaca, que pusiera la cabeza donde iba la cabeza, y las piernas en los dos huecos que la harían colocar su sexo donde iría el sexo de la vaca. Una vez colocada, Dédalo abrió una compuerta que estaba debajo de la cola de la vaca; el sexo expuesto de la reina, su olor, donde iban trenzados su ansia y su deseo, llamó inmediatamente la atención del toro blanco, lo volvió loco y unos instantes después ya estaba penetrando a Pasífae, mientras montaba a la vaca de madera.
Meses más tarde la reina parió un hijo, mitad hombre, mitad toro, que recibió el nombre de Minotauro, por Minos, el rey que no era su padre, el cornudo que de esta forma, con ese escarnio, recibía el complemento de la venganza del dios Poseidón. Para atenuar la vergüenza que sentía, Minos recurrió a Dédalo y le pidió que construyera un laberinto del que nadie pudiera salir, para encerrar ahí al hijo de Pasífae y del toro blanco. Pero esta ya es otra historia. _