Mañana se cumplen 11 años de los trágicos hechos en la noche del 26 y madrugada del 27 de septiembre de 2014 en Iguala y Cocula, en que resultaron muertas seis personas, tres de ellas normalistas rurales, 42 lesionadas y 43 estudiantes de Ayotzinapa desaparecidos.
Es el oprobioso Caso Iguala, cuyos aspectos básicos fueron esclarecidos poco más de tres meses después por la extinta Procuraduría General de la República en lo que su titular llamó “la verdad histórica”.
Todo tipo de intereses ajenos a una genuina y estricta investigación criminal y de derechos humanos han impedido la conclusión y cierre formal del episodio en diversas oportunidades y el segundo piso de la transformación está dejando pasar la suya, como lo evidencia el corte de caja.
Desde su origen hasta su prospectiva, el nuevo aniversario propicia una recapitulación para llegar hasta donde hoy se encuentra el caso a un año de haber asumido la presidencia Claudia Sheinbaum.
No pueden dejarse de lado aspectos como el lucro de la tragedia por el uso personal y político del asunto, los mitos que lo han contaminado ni los más recientes fracasos en la “investigación” y sus pendientes más urgentes.
De ello me ocuparé hoy y en próximas entregas.
Ocurridos los hechos, las bases de la averiguación, válidas hasta esta fecha, las sentó la Procuraduría de Guerrero a cargo de Iñaqui Blanco. La PGR atrajo el caso y en enero de 2015 presentó los resultados de su investigación, y explicó lo sucedido con los normalistas:
Fueron detenidos por policías municipales y entregados al grupo criminal Guerreros Unidos, cuyos sicarios los asesinaron y quemaron sus cuerpos hasta su carbonización en el basurero de Cocula para después dispersarlos en el río San Juan.
En esencia, tal es la “verdad histórica”.
Aunque por loables razones de transparencia el entonces procurador sucumbió a una sugerencia, cometió el grave error de proponer abrir al escrutinio internacional la investigación y arribó el corrosivo Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que solo pervirtió lo que se había dilucidado.
Con la intención de rechazar los decesos y mantener viva la desaparición de los jóvenes, sin fundamento alguno atribuyéndosela “al Estado” y particularmente al Ejército, basado en una científicamente desmentida opinión del farsante José Torero se negó que en el basurero hubiera ardido una hoguera, y también con las dubitativas posturas del Equipo Argentino de Antropología Forense, se sostuvo que los estudiantes no estaban muertos, sino desaparecidos y en poder del gobierno.
Para desvalorar las confesiones de los homicidas que confirmaron las circunstancias de la muerte de los jóvenes, se argumentó la supuesta “tortura” y esto fue secundado, muy posteriormente, por Jan Jarab, de la Oficina del Alto Comisionado de la ONU para Derechos Humanos en México, con un informe chafa, sin que se hubiera aplicado el Protocolo de Estambul en ningún caso...