
“Amar es rondar sin descanso en torno de la impenetrabilidad de un ser”. Me encontré con esta sentencia en el libro Breviario de escolios (Atalanta), de Nicolás Gómez Dávila, un filósofo colombiano tan deslumbrante como desconocido, que sedujo en su época a lectores tan diversos como Ernst Jünger, Álvaro Mutis o Fernando Savater.
Repito la sentencia, que es propiamente un escolio: “Amar es rondar sin descanso en torno de la impenetrabilidad de un ser”. Esta fórmula dinámica del amor nos presenta a una persona tratando de descifrar, sin descanso, el misterio de la otra.El amor, o el amar, durará el tiempo que resista el misterio sin ser descifrado. Estamos hablando de la impenetrabilidad entre dos cuerpos que se compenetran físicamente todo el tiempo. Quien descifra el misterio del otro lo convierte en un cobertizo vació en el que, si acaso, resuena el eco de su propia voz.
La clave del amar, o del amor, está en preservar los misterios, el propio y el del otro, de esta forma los dos pueden rondarse sin descanso. Más que preservar habría que respetar el misterio del otro, evitar esa tentación, hija del fantasma dinerario que intoxica al siglo XXI, de obtener ganancias: la de hacerse con el misterio.
La palabra rondar se convierte en la fuerza de gravedad que ata a un amante con el otro, como dos cuerpos celestes que se atraen desde ese núcleo que no conocen.
De todas formas, si el otro no lo entrega, no es fácil descifrar su misterio, pues es imposible conocer integralmente a una persona, incluso a uno mismo.
“Conócete a ti mismo”, ese comando de la filosofía griega viene a certificar esta imposibilidad, se trata de una prescripción suspendida en el tiempo: no es conocerte a ti mismo de una vez, sino hacerlo todo el tiempo y sin descanso. Rondarte a ti mismo como hacen los amantes.
Lo dicho, amar es rondar todo el tiempo y sin descanso, establecer ese ritmo permanente que poco a poco se irá convirtiendo en música.Así preservamos el misterio del otro: con esa música.
Jordi Soler