El rey del Mambo parecía un diablo de cuento, o más bien un diablito, porque era bajo de estatura. Vivió muchos años en México, quizá la mitad de su vida, y a mí lo que más me impresionaba de su biografía era que Federico Fellini había puesto una de sus piezas musicales en la banda sonora de La dolce vita (1960).
Un día vi caminando a Pérez Prado por la avenida Insurgentes, iba, precisamente, con un trajecito de diablo, rojo, brillante, apretado y zancón para que se le vieran bien los botines, que tenían un tacón desmesurado y una punta decididamente asesina. A esta pinta exótica se añadía una piocha loca y renegrida, y un exagerado tupé que provocaba todo tipo de gestos en las personas con las que se cruzaba, a la altura de la Avenida San Antonio.
Eran los años ochenta y Pérez Prado ya había visto pasar sus mejores momentos, ya eran historia su bullanguero “Mambo número ocho”, y aquellos que habían sudado bailando en su juventud el “Mambo del Politécnico” y el “Mambo Universitario”, ya habían virado hacia la trova cubana o la balada pop.
Me puse a seguir a Pérez Prado por Insurgentes para ver si había oportunidad de preguntarle por su relación con Fellini, de la que no se sabía entonces nada y me parece que hoy tampoco se sabe mucho.
El rey del Mambo andaba por la calle con un contagioso bamboleo y una sonrisa etérea y permanente característica de aquellos que han sido muy famosos y se han acostumbrado a que los saluden e interpelen cada vez que salen al mundo exterior. De su escandaloso traje rojo deduje que iba a firmar un contrato para tocar con su orquesta en un centro nocturno, o a grabar el Mambo número ciento ocho en un estudio de postín. Pero me equivoqué, entró en una farmacia y antes de que el dependiente pudiera decirle buenos días, Pérez Prado ya había pedido una caja de parches para callos. Decidí que ya no quería saber lo de Fellini, di media vuelta y me fui pensando, mientras regresaba por la avenida taciturno y ofuscado, que eran los callos, y no el sedimento de su música salvaje, lo que explicaba su contagioso bamboleo.
Jordi Soler