El alimento es uno de los básicos de supervivencia de cualquier ser vivo. Sin embargo, en este momento la alimentación de nuestra especie, más que un ritual cotidiano, se ha convertido en un tema complejo que abarca varias dimensiones: salud, economía, sustentabilidad, cultura. Todas ellas aristas para abordar un cambio que se hace cada vez más urgente.
En los últimos años hemos visto como se ha agitado la conversación alrededor de los hábitos alimenticios y están creciendo tendencias de dietas basadas en plantas; así como el interés por entender las etiquetas de los productos, saber qué ingredientes tiene la comida que nos llevamos a la boca. La industria alimentaria está siendo puesta a prueba y para sobrevivir, recurre al principio darwiniano de la adaptación.
Probablemente lee esto y sonríe pensando en el snack que comió recientemente, que no cumple ninguno de los criterios de “clean diet”. Pensar que todos comemos cada vez más saludable parece una utopía, sobre todo en México, un país que se destaca en la región por un alto sentido de la indulgencia y por ser el creador de la cultura de los tacos y las carnitas.
Parece exagerado pensar que un rico pozole o un café devenga en la responsabilidad superior de hacerse cargo de todas las historias y trayectos de los ingredientes hasta llegar al plato.
Es incluso hasta un pensamiento abrumador que genera rechazo. ¿Por qué habría de estigmatizarse el placer de darse un gusto gastronómico después de una jornada interminable? en medio de tantos problemas sociales, en la espiral cotidiana que muchas veces nos absorbe.
Pero resulta que lo que comemos sí tiene relevancia. El ciudadano promedio de ciudad no concibe los avatares de convertir una materia prima en producto, todo llega empaquetado y procesado a nuestras manos. No es un pecado haber simplificado nuestra rutina alimenticia, pero el problema histórico al que nos estamos enfrentando tiene que ver con cantidad. Cantidad de humanos y cantidad de despilfarro.
Somos más de 7 mil millones de personas demandando recursos y se espera que para 2050 seamos cerca de 10 mil millones. Nada parecido a siglos anteriores de siembra, pesca y pastoreo artesanal.
Ahora la producción de alimento constituye al menos un 25% de las emisiones de carbono y la industria ganadera más del 70% de la utilización de las tierras agrícolas. Resulta que nuestra alimentación está relacionada de forma directa con al menos 12 de los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU para 2030, y, hasta ahora, no estamos logrando alcanzar las metas.
Para dar dimensión a este argumento hay que aclarar: No existe tal cosa como una huella ecológica cero. Estar presentes, respirar implica absorción de recursos de nuestro ambiente, eso aplica para nosotros y para cualquier elemento vivo del ecosistema, de eso no se trata. La lógica es simple, nosotros nos multiplicamos exponencialmente a partir del siglo XX y además modificamos nuestro estilo de vida de una manera en la que cada vez implica más recursos. No ajustamos la ecuación.
Vivimos en la fantasía de la infinitud, en la idea de separación, cuando realmente somos, a pesar de nuestro ingenio tecnológico, increíblemente dependientes de un sistema que nosotros mismos nos hemos encargado de hacer más inestable.
Aún así, la sustentabilidad es sólo uno de los detonadores de la revuelta en la que está envuelta la alimentación. Si hablamos de salud, sabemos que una de las conquistas de la vida moderna del humano ha sido extender la esperanza de vida. Vivimos más pero ahora padecemos más condiciones crónico-degenerativas como problemas cardiovasculares, obesidad, diabetes, cáncer, todas influenciadas por la alimentación y los hábitos.
La industrialización nos trajo el fast food, los productos empaquetados y la revolución verde de los transgénicos. Ahora, como parte de esa herencia tenemos trabajo que enmendar sobre la preservación de semillas nativas, los estragos del cambio climático, la degeneración del suelo, la desnutrición, el acceso a los alimentos y los dilemas éticos del comercio justo y del maltrato animal.
Pero un cambio del aparato productivo se anuncia con letras mayores, la industria alimenticia aparte de ser un importante motor de las economías, afecta la vida de productores y de miles personas involucradas en la cadena. No tiene por qué ser la eterna villana. Por ello estamos en un proceso de transición en la que el consumidor, aunque no siempre es consciente, tiene un papel protagónico.
La búsqueda de proteínas alternativas, de origen vegetal, en insectos o hecha en laboratorio; la idea de smart farms que puedan producir con mayor efectividad y en menor cantidad de metros cuadrados; la disminución del desperdicio alimenticio a través de la cocina de aprovechamiento o de apps como Cheaf; el consumo local y el apoyo a pequeños productores; son solo algunas de las opciones que se están impulsando gracias a la mutación que está sufriendo el mercado.
Parece que empezamos a recordar la relación que existe entre la salud de nuestro planeta y nuestra alimentación, así como que no hay economía exitosa si no es sostenible en el tiempo. Nuestra cultura de alimentación está migrando nuevamente a una concepción más integral de bienestar, pero el tiempo apremia: tic tac. Industria, tecnólogos, productores y consumidores debemos mirar el plato de nuevo y accionar con más consciencia.
Ida Vanesa Martínez