La música como resonancia nos acompaña desde tiempos prehistóricos. Primero fueron los sonidos. Los que nos daban información del contexto y los que creamos tan pronto empezamos a generar cultura. Se contempla que la voz fue el primer instrumento, pero se tiene referencia de objetos con una data de al menos 35 mil años de antigüedad, como la flauta de hueso con cinco agujeros encontrada en la cueva Hohle Fels, cerca de Ulm, Alemania, mucho antes de que hubiera esbozos de las primeras grandes culturas con registro histórico.
Entonces, la afirmación de que la música ha sido parte de nuestro desarrollo como sociedades y de que activa las partes más antiguas de nuestro cerebro, no es un simple eufemismo. Melodía, armonía y ritmo son estimulantes para nuestras neuronas y parte del sello de expresión que han desarrollado distintas culturas a lo largo de milenios. La música, en consecuencia, es también identidad.
En el mundo globalizado actual seguimos creando tribus alrededor de ella. El mismo principio que nos unió hace eras frente al fuego. Ahora, virtualmente convergemos como rockeros, reguetoneros, cumbieros, en uno o varios círculos, en distintas etapas.
La adolescencia, en este sentido, es la época por antonomasia para reafirmar tu espacio en el mundo a través de etiquetas y conceptos. La música se siente como el aliado natural para colaborar en este proceso, porque la industria artística no sólo nos da acceso a la creación sonora de los creadores, sino a todo al concepto estético que se construye alrededor: Una nueva dimensión-universo con su propio “mood”. Un manifiesto identitario listo para ser extrapolado.
Así empieza, por ejemplo, la fiebre por la melancolía de Billie Eilish que conecta con el sentimiento de incomprensión y de hipersensibilidad de millones, conceptos que ahora tienen cadencia, paleta de colores y actitud para sus seguidores. Y así la lista de cantantes con los que alguna vez nos hemos proyectado de alguna forma.
Es curioso pensar que, siendo una especie principalmente visual, en una realidad saturada de imágenes, el sonido se siga privilegiando como creación cultural. Podcasts, música, audiolibros, radio prosperan cuando se vaticinaba el triunfo del culto a la imagen. Conviven como un punto de fuga, complemento y soundtrack para todo.
No es de extrañar que en este tipo de escenario, negocios como Spotify llegaran a tiempo para explotar un mar azul de oportunidades y que hagan uso de las bondades de la publicidad personalizada, gracias al machine learning, para guiarnos en el camino de nuevos descubrimientos musicales y narrarnos cómo es la evolución de nuestros gustos.
Es casi inevitable que hagamos publicidad gratuita de la aplicación al compartir en redes nuestro top del año o la carta astral adaptada a tus artistas más escuchados, es la nueva versión del póster en el cuarto. Nuestro grito al mundo que habla de nuestra necesidad de singularidad y de ser tribu, de compartir con otros y reafirmarnos. Finalmente, seguimos siendo homínidos con cerebro musical.
Ida Vanesa Medina P.