A pesar de toda la tinta que corre en las redes y en los medios, no puede haber polarización si no existen dos polos contrapuestos. Lo que sí hay, en cambio, es una mayoría política dominante, por mucho, y una minoría opositora estridente, con una voz fuerte, mucho mayor que su propia dimensión política, al grado que por momentos ocupa todos los canales de la esfera pública y aparece multiplicada frente a su tamaño real.
Más que polarización lo que tenemos es un ambiente de crispación política, exacerbado por intelectuales, periodistas, conductores de radio y televisión, militantes de partidos y hasta por el mismo Presidente, quien en sus mañaneras no se guarda nada porque, como él mismo dice, su pecho no es bodega.
La crispación política es, en palabras de Joaquín Estefanía, un desacuerdo permanente y sistemático sobre algunas iniciativas del antagonista político, presentadas desde la otra parte como un signo de cambio espurio de las reglas del juego y, en última instancia, como una amenaza a la convivencia o al consenso democrático.
Es decir, en lugar de abrir espacio a la política que implica negociación, consensos, acuerdos y aceptar dar un paso atrás antes de dar dos hacia adelante —como decía Lenin— se busca demonizar al adversario con la mira de ganar posiciones. Si el otro es tan malo, nuestra opción sería, por supuesto, mucho mejor.
No es la primera vez que un régimen enfrenta una oposición belicosa y estridente, basta con revisar el pasado reciente para concluir que el conflicto político no ha cambiado mucho.
Nunca hemos tenido un sexenio sin oposición fuerte o vociferante. Con Felipe Calderón fue el mismo López Obrador quien ocupó ese papel, con la resistencia frente a la reforma petrolera y sus adelitas, entre ellas, la actual jefa de Gobierno de la CdMx, Claudia Sheinbaum.
A Enrique Peña Nieto le tocó la CNTE como principal polo opositor, sobre todo tras la aprobación de la reforma educativa. Más tarde, el movimiento de los familiares de los 43 y los reclamos de las víctimas ocuparon ese espacio.
La principal diferencia es que en esos dos sexenios los presidentes tuvieron a su favor un ecosistema de medios amigable, con intereses compartidos, y una narrativa dominante que demonizaba a la oposición. Como muestra están todos los artículos publicados en el peñanietismo en contra de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación.
La diferencia con López Obrador es que él se topó con medios de comunicación masivos opositores y francamente hostiles, entre ellos diarios nacionales predominantes y, sobre todo, factores reales de poder, como Claudio X. González y otros empresarios desplazados.
A esa combinación hay que sumarle la virulencia en Twitter en su contra, además de la guerra interna en Morena, desatada rumbo a la elección presidencial.
Este análisis no tiene nada que ver con la evaluación que pueda hacerse del gobierno de López Obrador, es simple y llanamente política real. Que AMLO busca pasar a la historia, es cierto, que lo quiere hacer con sus megaobras, en realidad no lo necesita. Con haber derrotado al PRI en 2018 tiene su lugar garantizado.
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