La palabra sororidad aún es nueva en el discurso público a pesar de su antigüedad. Cuando se le menciona aún se levantan muchas cejas o se abren muchas bocas por el asombro de quienes ignoran su significado: solidaridad entre mujeres, especialmente ante actitudes y comportamientos machistas.
Hay términos como fraternidad, en contraste, cuyo uso en el lenguaje es popular y común, por lo menos desde hace 250 años con la Revolución Francesa.
La violencia machista, en cambio, es ampliamente conocida y sufrida, sobre todo por las mujeres, pero también se ha operado un cambio en el discurso público, donde se ha dado por llamarle violencia de género, en un ánimo de tratar de ser más incluyente pero que obscurece su significado real: las prácticas violentas que llegan incluso al feminicidio por parte de los hombres, aunque el discurso machista llega a impregnarse incluso entre las mujeres.
Los hombres tenemos que plantearnos ponerle fin a la violencia que cobra la vida de 10 mujeres todos los días en México. Debemos abrir los ojos ante los tendederos en que las estudiantes revelan abusos, acosos y violaciones cometidas en su contra en las escuelas y debemos abrir los oídos a sus denuncias.
Extraña que muchos compañeros parecieran aún no haber registrado la revolución que se operó en el feminismo y en las luchas de las mujeres con la aparición del me too, con la viralidad y el éxito de canciones de protesta como “La culpa no era mía” del colectivo chileno LasTesis, o de la “Canción sin miedo” de Vivir Quintana, con la primavera violeta y las manifestaciones donde ha sido común la intervención de monumentos.
La sociedad está cambiando de manera acelerada con la aparición de leyes e instituciones que buscan garantizar el acceso de las mujeres a una vida libre de violencia (así se llama la ley respectiva, por cierto), pero no basta.
El peso del patriarcado, la cultura machista y la educación conservadora son difíciles de echar abajo, tanto como romper los pactos de silencio y complicidad entre los hombres.
Todos los días hay mujeres agredidas, personas gays o lesbianas discriminadas, despedidas o acosadas, integrantes de la comunidad trans asesinados y la mayor parte de esas agresiones y crímenes proviene de los propios hombres, muchos de ellos integrantes de las familias de las víctimas.
Esa realidad no va a cambiar sólo porque cambiemos el lenguaje, o porque sigamos las polémicas entre feministas y trans, hay tareas de educación, legislación, procuración y aplicación de la justicia que penden de la decisión de muchos hombres que ocupan posiciones de poder.
Por eso requerimos aprender de la sororidad y reforzar toda aquella práctica que vaya en la dirección de terminar con el patriarcado, que solo no se va a caer. Quizá la fuerza de la revolución feminista logre derrumbarlo sin nuestra participación, pero colaborar de nuestra parte no cuesta mucho y puede que apresure el cambio.
Aprendamos de la sororidad porque quizá hasta ahora no haya intervención más afortunada del himno que la hecha por Vivir Quintana: “¡Que retiemble en sus centros la tierra, al sororo rugir del amor!”.
Héctor Zamarrón
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