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Tarantino y la ucronía perfecta de Hollywood

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  • Gustavo Guerrero

Desde que tuve la oportunidad de ver la película “Dos crímenes” sostengo que un director cinematográfico es una suerte de lector con recursos. Antes de que Roberto Sneider adaptara para cine la novela homónima del entrañable Jorge Ibargüengoitia la leí con el deleite que me produce la prosa ácida del escritor guanajuatense. Como lector de a pie siempre suelo investir a los personajes literarios con la apariencia de personas reales. En el caso de “Dos crímenes”, no tuve ninguna duda cuando Ibargüengoitia comenzó a delinear a su personaje central, Marcos González, un joven bohemio e impulsivo: Damián Alcázar fue el actor que contraté para mi lectura.

Tiempo después me entero, no sin asombro, que el 8 de noviembre de 1994 Sneider estrena su filme… ¡Y con Damián Alcázar encarnando al “Negro” González! Esta singular coincidencia que sólo para mí tiene tintes emocionales me hizo caer en la cuenta de que los directores son seres afortunados y bendecidos.

Francis Ford Coppola, por ejemplo, tuvo la audacia de rechazar a Martin Sheen y al propio Robert De Niro (que audicionaron para el rol) y contratar en cambio a un casi desconocido Al Pacino para que interpretara a Michael Corleone. Así debió imaginárselo cuando leyó la novela de Mario Puzo.

Pero un director tiene algo más que recursos para materializar en pantalla sus lecturas: lo cobijan la imaginación y un cierto grado de libertad que le concede el estudio cinematográfico. Cuando lo primero y lo segundo están en equilibrio, los productos ofrecidos a la audiencia suelen ser legendarios. Desde luego hay excepciones que confirman la regla. En México se han filmado decenas de películas con poca libertad -más del orden financiero que del ideológico- y con una calidad encomiable. Por otro lado, también ha habido casos de extrema libertad y poca imaginación, como la malograda “Waterworld”, la película más cara de la historia -172 millones de dólares- y repudiada por gran parte de la crítica y el público.

Cuando la crítica sostiene que X película de Y director es la más personal que han presenciado, miente: todo filme tiene un sustrato identitario, una marca de agua de las entrañas del director. No necesita el filme de un cameo del director como personaje incidental para caer en la cuenta de ello. Sólo que la arrogancia de la crítica no permite ver que en los detalles del Diseño de Arte está la carta, como en el cuento de Poe. Baste como ejemplo “Roma”, de Cuarón. Para la crítica estadounidense pasan inadvertidos los guiños hacia el equipo de futbol Cruz Azul, por ejemplo. Así sucede con “Érase una vez en Hollywood”, que es la lectura personal de Tarantino que encaró con imaginación y recursos tanto técnicos como ideológicos.

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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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