El principal logro del gobierno de Miguel Riquelme (MR) no se relaciona con la obra pública, constreñida por la megadeuda; tampoco con la seguridad, que, sin ser modelo, tiene a Coahuila fuera de las zonas críticas y conflictivas del país, ni con el empleo, pues la entidad es un imán para la inversión extranjera, en particular el corredor Saltillo-Ramos Arizpe.
El mayor avance es de índole político, base la gobernanza: armonizar al estado después de unos comicios controvertidos.
MR recibió un estado en crisis financiera y agraviado por el despotismo de Rubén Moreira, enfermo de poder y adicto al culto a su propia personalidad.
La crispación se expresó en las urnas. Riquelme fue el delfín de Moreira, pero no le debe el cargo; al contrario, por Rubén, que enconó al estado, persiguió y espió a opositores, clérigos, periodistas, empresarios y cuadros de su propio partido, estuvo de perder.
El gobernador lagunero ha mantenido un perfil discreto. Empezó por reconstruir los puentes dinamitados por un predecesor protagónico y enfermo de poder. Se ha reunido con Guadiana y Guerrero, sus competidores en las elecciones para gobernador, con el obispo Raúl Vera y otros agentes políticos y sociales.
Los problemas del estado y la complejidad del entorno político y social exigen liderazgo, claridad y altura de miras. Ningún partido puede gobernar de espaldas a la realidad como lo hicieron Peña Nieto y Rubén Moreira. MR encabeza el primer gobierno dividido en la historia del estado.
Los cambios en el gabinete estatal deberán considerar todas esas circunstancias y no ser un ejercicio de gatopardismo. MR necesita colaboradores y alcaldes comprometidos con el estado y con su plan de gobierno; no que utilicen el puesto para desarrollar agendas personalistas.
El futurismo político, en momentos como los actuales, resulta, además de irresponsable, desleal. El gobernador no debe tolerarlo. Quien confunda la mesura y el espíritu conciliador con flaqueza o falta de carácter, comete un grave error.