“Decíame cantando mi niñera que a mi madrina la embrujó la luna, y que una dama de ardiente cabellera veló mi sueño en torno de mi cuna”, escribió el poeta Porfirio Barba Jacob. Aludía con ello a un saber ahora perdido que siglos atrás se enseñaba a los niños de pecho mediante las canciones de cuna, justo en la tenue frontera entre la vigilia y el dormir: el don de moverse en el paisaje onírico, lo que Elémire Zolla llamó la pedagogía del arte de soñar. Las canciones de cuna arcaicas eran lecciones de geografía zodiacal, estribillos sagrados, composiciones mitológicas, conjuros contra el mal, descripciones “con simbólica exactitud del tiempo-espacio” ante aquella dimensión a la cual el sueño abre sus puertas, eran mecanismos de iniciación sobre la complejidad de lo existente.
En la era moderna esto cambió: las canciones de cuna se volvieron cortos estribillos generalmente compuestos de una estrofa única de cuatro versos cuyos temas serían el miedo, la cuna misma y la madre o su ausencia. Antes de promulgarse que sólo existimos porque pensamos racionalmente, esa “niebla infame” del sueño ala cual el padre fundador de la psiquiatría Benjamin Rush llamó “una enfermedad”, para otras civilizaciones fue el alzamiento de un telón nocturno que conduciría a revelaciones y teofanías, a la manifestación de narraciones visionarias y coherentes, a otras formas de experiencia y aprendizaje.
Todavía se conservan hálitos de esta sabiduría en los soñaderos griegos cuyas ruinas se encuentran en Ática o Pérgamo, entre los campesinos que acuden en peregrinación a la isla de Tinos donde invocan sueños enviados por la madre de Dios, o en alguna cofradía afgana heredera de clínicas asclepsias (del dios griego de la medicina) llevadas ahí a la conquista de Alejandro Magno. También en el simbolismo literario europeo del siglo diecinueve que entendió como una trascendencia el arte de soñar.
Fernando Solana Olivares