En las civilizaciones antiguas, la diferencia entre poesía y religión era muy difusa, si acaso existía, y el México prehispánico no fue una excepción. El sacerdocio y el oficio de poeta sólo empezaron a delimitarse en tiempos de Nezahualcóyotl, un acerbo crítico de la mezquindad divina. Junto con el conocimiento empírico, la metáfora era la herramienta intelectual más digna de fe y algunas tendían a convertirse en dogmas, sobre todo las desprendidas de los efectos visuales. Las imágenes reflejadas en los espejos encerraban un misterio sagrado para los pueblos de Mesoamérica, fascinados por la realidad paralela que les hacía guiños desde esas ventanas al más allá. Surgió así la creencia de que los reflejos engendran las cosas, una idea que muchos siglos después, un poeta argentino poco familiarizado con el mundo prehispánico, Jorge Luis Borges, formuló de otro modo en su famosa sentencia: “Los espejos y la cópula son abominables porque multiplican a los hombres”.
A diferencia de Borges, los nahuas no deploraban ese poder multiplicador: le rindieron culto y fundaron en él su mitología. De un espejo había salido el mundo, junto con todas las criaturas que lo habitaban, lo cual acentuaba el carácter ilusorio de la vida terrenal. Uno de los epítetos de Ometéotl, el dios de la dualidad, padre de Quetzalcóatl, Tezcatilpoca y de toda la rijosa familia congregada en el Tamoanchan, era “el espejo que hace aparecer las cosas”. Ilusión óptica generada desde la otra orilla de la materia, el universo carecía, pues, de un fundamento concreto.

Un mito referido por Miguel León Portilla en Toltecáyotl ilustra la analogía entre los reflejos y la procreación. “Una mañana lanzó el sol una flecha desde el cielo. Fue a dar a la casa de los espejos y del hueco que abrió en la roca nacieron un hombre y una mujer. Ambos eran incompletos, sólo del tórax hacia arriba. Iban y venían por los campos saltando cual los gorriones. Unidos en un beso estrecho engendraron a un hijo que fue la raíz de los hombres”. En la casa de los espejos se encontraba, pues, la semilla de la cual nació el género humano, cuando las imágenes liberadas por el flechazo se hicieron carne. Aquella casa era una especie de matriz en donde se almacenaban las semillas de nuestra especie, condenadas a mirarse unas a las otras sin entrar en contacto, hasta que el ardiente flechazo les infundió vida. Tonatiuh no necesitó ensuciarse las manos de barro, como en el Génesis, para engendrar a la humanidad: sólo tuvo que sacar de su encierro a los reflejos ensimismados.
Los mexicas conocían dos tipos de espejos: los de obsidiana y los de pirita, una piedra blanca que los lapidarios bruñían hasta dejarla plateada. Y como esa fuente de vida determinaba el destino humano, el nombre de Tezcatlipoca, el aguafiestas alevoso y traicionero que podía causar la ruina de cualquier hombre, fuera o no un devoto feligrés, significa Espejo Humeante, o más literalmente “El humo del espejo”. Su nombre parece aludir a los espejos de obsidiana, pero los claros reflejos de esas superficies oscuras, pulidas con una perfección que ha resistido el paso del tiempo en los museos donde todavía se conservan, invalidan la analogía. Tezcatlipoca ahumaba el espejo de la creación al determinar que una persona cayera en desgracia. Nublar ese reflejo, aunque fuera por un momento, podía ocasionar desastres personales o colectivos, como si al perder de vista a sus criaturas, el espejo las condenara a la más terrible orfandad. Cuando los chichimecas caminaban en fila india en sus largas peregrinaciones, cuenta Sahagún, “traían espejos consigo, colgados a sus espaldas, donde se iba mirando el que iba detrás”. Se trataba, pues de un amuleto para quedar a salvo de los peligros en lugares donde acechaban las fieras. No había el menor asomo de narcisismo en esa permanente contemplación, sólo un apego mágico al espectador del que dependía la propia supervivencia.
Los espejos también hablaban. Las tribus nahuatlacas que salieron de Aztlán en busca de la tierra prometida tuvieron distintos guías en su larga peregrinación. El de los acolhuas era un espejo parlante, como el de la maléfica bruja de Blancanieves. Tezcatlipoca les hablaba desde su interior, cuenta Guilheme Olivier, y una vez llegados a Texcoco enmudeció: supieron así que habían llegado a su destino (véase Tezcatlipoca: burlas y metamorfosis de un dios azteca). El culto a los espejos ha prevalecido hasta nuestros días, como puede constatarlo quien visite la iglesia de San Juan Chamula. No fue, pues, una inocentada que los embajadores enviados por Moctezuma a recibir a los españoles hayan estado dispuestos a intercambiar oro por espejitos de azogue. Cortés no pudo haber escogido un mejor regalo para convencer al tlatoani de su estirpe divina.