Policía

Una historia de cárcel y otra de triates

Instalación de John Cerney. Diego Osorno
Instalación de John Cerney. Diego Osorno

¿Qué estaba pasando aquellos años en las cárceles de Ciudad Juárez?

Entre el horizonte de tejabanes y casas de hormigón había un cerro que tenía una leyenda monumental hecha con cal. El cerro fronterizo gritaba. Lo que decía era: “La Biblia es la verdad” y podía leerse a kilómetros de distancia.

Abajo de ese cerro me vi con El Pillo, un hombre recién salido de la cárcel municipal de Ciudad Juárez.

—¿Qué pandilla manda en este barrio? —pregunté, para tratar de iniciar una conversación.

—Lo de los barrios ya chingó. Todos están por todos lados. Ahora lo que hay es pura mafia grande.

Tanto el Cártel de Juárez como el de Sinaloa, en el marco de su disputa por la ciudad, aumentaron en 2005 su control sobre las gangas de la zona, cuyos miembros fueron convertidos en carne de cañón de su salvaje competencia mercantil. Los de Juárez lo hicieron con Los Aztecas y los de Sinaloa con Los Mexicles.

El Pillo era un pandillero de más de 50 años que no tenía mucho de haber dejado la prisión. Mientras me hablaba con voz gargajosa yo respiraba sus palabras cargadas de cerveza. Tatuajes en brazos y espalda se asomaban en su camiseta. Ninguno con alusiones prehispánicas. “La semana pasada me pararon los guachos (militares) y querían ver mis tatuajes. Pensaron que éste (me enseñó uno de un raro animal de la mitología china) eran unas líneas aztecas pero después ya se dieron cuenta que no… ¿Tú sabes que aquí, a los que traen tatuajes aztecas les dan piso o los desaparecen?”.

Le pregunté a El Pillo por la vida en las prisiones de Ciudad Juárez.

“Tu llegas al penal torcido por varios años y entonces te tienes que enranflar. Te subes a la ranfla y luego ellos te dan tu huarache”, me explicaba sobre la forma en que Los Aztecas reclutan a sus nuevos miembros allá tras las rejas. Enranflar quiere decir que tienes que hacer algo que te haga merecer el ingreso a la pandilla. 

—¿Cómo qué cosa debes hacer?

—Mínimo matar a alguien.

Un huarache, de acuerdo con el diccionario de Los Aztecas, era un tatuaje en el hombro izquierdo con el cual queda establecido que se forma parte del grupo. Adentro, los tatuajes cambiaban de acuerdo con los grados de indio, capitán, teniente y general.

Pensándolo bien, es exagerado de mi parte decir que Los Aztecas eran un ejército.

Lo que sí es que la mayoría de ellos sabían usar armas. Y las usaban muy seguido. Una vez que recibían su huarache, apretar el gatillo se volvía algo todavía más fácil.

La decisión de formar parte de Los Aztecas o de Los Mexicles era inevitable para los recién llegados a las cárceles de Ciudad Juárez. Ellos daban la bienvenida y ellos mandaban. Quien llegaba escogía una u otra banda, pero sobre todo, escogía también un enemigo. Ambos grupos disputaban a sangre, fuego y dinero el territorio en el que la readaptación social era tan solo un buen deseo y otro síntoma más de la enfermedad crónica del sistema judicial mexicano.

En el penal municipal, luego de la ejecución del director del lugar, las autoridades construyeron un muro de seis metros de altura para dividir los módulos que controlaba cada banda. Mediante esta resignada forma la penitenciaría se convirtió en realidad en dos cárceles.

Una para cada pandilla.

***

González es un pueblo de Tamaulipas idóneo para cazar venado en sus ranchos cinegéticos, o para ir de pesca a San Lorenzo, Venustiano Carranza y Las Ánimas, tres presas que lo rodean. Ahí nacieron en 1960, de un mismo vientre, simultáneamente, tres bebés que conmovieron a sus padres, el señor Montes y la señora Martínez, y a los demás pobladores.

Todos estaban fascinados en González por el milagro que no dejan de ser los partos tumultuosos, incluso en sitios habitados por hombres de semblante nervudo y ademanes violentos, donde la ternura puede confundirse con cobardía.

A diferencia del centro de México, donde los Tres Reyes Magos roban cámara entre la infancia, en estados del norte como Tamaulipas, el que acapara el interés de los niños es el Santa Claus venido desde Noruega.

No es que la celebración de los reyes orientales pase desapercibida en tierras norteñas: los padres de los trillizos nacidos en González, Tamaulipas, bautizaron a sus hijos con los nombres de Melchor, Gaspar y Baltazar. De las opciones de nombres de tríos que había, parecía quizá la mejor.

Athos, Porthos y Aramis, como los Tres Mosqueteros inventados por Alejandro Dumas, hubiera sonado aún más exótico.

El problema es que no debe ser sencillo lidiar con la fama desde el primer día de vida. Menos en un pueblo de menos de 50 mil personas como González, donde se sabe todo lo que pasa o sino se inventa verosímilmente.

Los triates fueron desde muy chicos muy trabajadores. La gente les llamaba Melchor, Gaspar o Baltazar, muchas veces sin distinguir entre uno y otro. Venir de la misma placenta convierte usual el que los demás crean que la hermandad es tal que los tres son uno mismo.

Cuando llegaba el 6 de enero, no había ninguna fiesta especial en su honor. A los chicos, sus nombres no les desagradaban pero tampoco hacían aspavientos de ello. Conforme crecieron en un ambiente de gente con carácter fuerte, no podían darse el lujo de invocar la cursilería.

De los tres, Melchor, fue el primero en irse a los Estados Unidos, para buscarse la vida. En Carolina del Norte se hizo de amigos y amores. Hablaba con nostalgia de González y regresaba de vez en vez a su pueblo, para reencontrarse con sus hermanos y emprender negocios, unos dicen que prohibidos, otros que no.

En ese trajín, el 11 de diciembre de 2005, Melchor viajó a González para negociar la liberación de sus padres y hermanos, quienes habían sido secuestrados. Mientras conducía hacia la dirección acordada, el triate fue atacado por sorpresa desde los alrededores de un camino rural del ejido Graciano Sánchez.

En realidad, no se trataba de un secuestro de sus familiares: sino de un pretexto para acercarlo a un territorio donde pudiera ser emboscado y asesinado. Los que lo mataron eran unos veinteañeros miembros de una banda que trató de tomar el poder en la región, y por esos días emprendió una revuelta, matando también a un ex agente de la Federal de Caminos, e incendiando propiedades a diestra y siniestra. Finalmente, fueron detenidos o asesinados.

Beto Quintanilla, el juglar de la vida violenta en el noreste del país, le compuso un corrido a Melchor, con el nombre de “El Gallo Fino”. En la canción no se hace mención alguna de los hermanos de éste, Gaspar y Baltazar, quienes, dicen algunos, ya están muertos.

También hay otros que aseguran aquí, que dos de Los Tres Reyes Magos de Tamaulipas aún viven, pero se cambiaron el apellido Montes por MonteZ. 


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Diego Enrique Osorno
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