Uno de los relatos más estremecedores que he leído tiene una trama por desgracia muy común: gira sobre la vida de una joven indígena nahua presa injustamente en una cárcel del centro de México. Lo escribió otra interna del lugar, una mujer de ascendencia coreana llamada Susuki Lee Miranda.
El relato aparece en Bajo la sombra del guamúchil, un libro coordinado por Rosalva Aída Hernández y publicado por el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (Ciesas) y el Grupo Internacional de Trabajo sobre Asuntos Indígenas (Iwgia).
A lo largo del volumen se cuentan las historias de mujeres indígenas presas en el Centro de Readaptación Social de Atlacholoaya, de Morelos, a través de testimonios en primera persona y relatos como el de la mujer nahua, a quien Susuki Lee, otorga el nombre de Flor de Nochebuena.
Todos los textos son resultado de talleres literarios organizados e impartidos a lo largo de varios años por la coordinadora del libro.
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Uno de los recuerdos más tristes que tengo de esta época, fue una vez que mi mamá nos mandó a dejar una tortillas al campo, a un lugar que quedaba muy lejos. Yo no quería ir, tenía miedo, era como si presintiera algo, como si mi corazón me avisara de que corría algún peligro. Yo tenía 12 años y mi hermana Florentina, 16; y ella me dijo ‘no tengas miedo manita, yo te acompaño’. Fue así que obedecí la encomienda, tomé mi chiquepextle y me eché a andar con mi hermana por el monte. Cuando llevábamos una hora caminado, pasábamos por unos barrancos y me di cuenta que dos hombres nos venían siguiendo, y le advertí a mi hermanita. Ella me dijo: ‘No tengas miedo, estamos juntas, yo vengo contigo’. Pero los hombres nos alcanzaron. Jalaron a Florentina de las trenzas y la tiraron al suelo. Yo quise ayudarla, pero apenas si pude moverme cuando el otro hombre me dio alcance. Por más que les rogamos, abusaron de nosotras, nos golpearon y nos amenazaron con matarnos si decíamos algo. Estábamos lastimadas y asustadas y en cuanto pudimos continuamos nuestro camino. Al regresar a la casa íbamos sucias y golpeadas y mi papacito se sorprendió al vernos, pero no le quisimos decir nada, inventamos una historia de que nos habíamos caído al querer cruzar un barranco. El se malició lo que había pasado, pero no logró sacarnos una palabra. Teníamos mucho miedo de que al decirle la verdad, él intentara vengarse y nuestros violadores lo mataran.
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Esta historia de Flor de Nochebuena escrita por Lee, ocurre en San Miguel Ayotla, Puebla, lugar por el que alguna vez pasé hace tiempo. Lo recuerdo como un pueblo campesino con un paisaje de manantiales y ahuehuetes. Confrontar mi recuerdo del lugar, casi idílico, con una experiencia tan dura ocurrida a alguien ahí, me devolvía a la realidad. .
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Pasó el tiempo y una tarde mi papá nos llamó a mi hermana y a mí y nos dijo: ‘Ya enfrenté a los que las violaron y maté a uno de ellos, el otro ya me las pagará tarde o temprano’. Yo pensé en ese momento que su venganza nunca podría devolverme mi honra, pero si eso le consolaba, pues ni modo. En aquel entonces las mujeres no opinábamos, únicamente obedecíamos, así que yo no le dije nada. En medio de estas experiencias tan difíciles, mi mamá siempre nos apoyo, nos aconsejaba, nunca nos maltrataba. Ella nos decía: ‘Suficiente con su padre mis niñas, como para que yo también las chicotee’. Mi papá en cambio, era muy duro, él decía: ‘Yo ordeno y ustedes obedecen’. Cuando el gritaba, todas temblábamos. Tal vez es por eso que ahora, si alguien del sexo masculino me grita, siento mucho miedo y empiezo a temblar...
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Leo con regularidad libros testimoniales y suelo brincarme las introducciones porque prefiero tratar de entrar “puro” a la lectura, sin demasiada guía, pero cuando leí este libro omití dicha costumbre y leí en el prólogo que cada una de las sesiones de los talleres en los que se fueron haciendo estos textos, se volvieron a su vez un espacio para que las participantes reflexionaran sobre el machismo y el racismo.
“Este trabajo —dice Hernández— es un esfuerzo por compartir y denunciar injusticias, surge no de una iniciativa altruista por salvar a alguien, sino de una convicción política de que para salvarnos a nosotras mismas, tenemos que denunciar, aunque sea a través de estrategias limitadas como las editoriales, las injusticias que mantienen a miles de mujeres alejadas de sus hijos y familias”.
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Después cuando fui más grandecita, como a la edad de 13 años, me junté con el que fue mi marido. Sufrí mucho porque mi suegra no me quería y a escondidas de mi marido me golpeaba. Con las cucharas de madera llegó a descalabrarme. Yo era muy chica y no entendía que eso no estaba bien. Siempre vociferaba: ‘Le voy a decir a tu macho para que te golpee’. Yo siempre respeté a mi suegra pero ella nunca me quiso. Pero mi esposo sí me quiso a pesar de que le decían que yo era muy fea, una india negra e ignorante. Pero con el tiempo él empezó a cambiar conmigo y me golpeaba, hasta que mejor me fui con mis padres. Después me di cuenta de que estaba embarazada. Pero el bebé no nació a consecuencia de tantos golpes.
Un día conocí a otro muchacho y me junté con él, con quien procreé 15 hijos, de los cuales me viven 10; el resto murió por diferentes causas, ya que éramos muy pobres, y a veces no alcanzaba la comida, entonces comíamos tortillas con chiles unos y otros no.
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Los mayorcitos eran los que se aguantaban el hambre con frecuencia. Mi marido siempre me golpeaba con todo, y a mis hijos también. Decía que así tenía que ser, porque no le gustaba que buscara el pan para mis hijos, porque lo iba a engañar con otro, cosa que nunca pasó por mi mente así que nos aguantábamos el hambre. Algunas veces me metía a las milpas para tener un poco de maíz y así hacerles tortillas con sal, así pasó el tiempo. Más tarde me nació una niña enfermita. Jamás pudo caminar ni creció como debía. Mi esposo decía: ‘Ruégale a Dios que se muera, para qué quieres una hija así’. Yo contesté que ‘hasta que yo muera velaré por mi muchachita’. Empezaron a crecer mis hijos y cuando le pedían comida a su papá, él los drogaba. Se llevaba al campo a los más grandes, para que lo ayudaran a trabajar. Esto hacía cuando no lo dejaban en paz. Mis hijos contaban con ocho y 10 años. Yo no podía decir nada porque eran golpizas que me daba si quería defender a los chamacos.
En una ocasión me dije que ya no me importaban los golpes y me fui a cortar zacate; me pagaron 50 pesos por todo el día; eso me pagaban por día, con eso podían comer aunque fuera frijolitos mis hijos. Tenía que cruzar ríos. Un día el agua me arrastró cuando quise cruzar un río con mi niño; dejé que la corriente me arrastrara, pero no solté a mi chamaquito hasta que Dios quiso que me atorara en unas ramas y, más tarde, con mucho trabajo, pude salir del río. Una tarde llegó mi hermana y me preguntó que si mi marido tenía marihuana; le contesté: ‘No sé’. ‘Al rato viene’, le dije, ‘y ya le pregunto. Vuelve por la noche’. Cuando ya estaba mi marido y no le quiso dar.
Mi hermana me dijo: ‘Es que mi hijo quiere tantita. Sabes que él es adicto’. A mí me dio pesar y le di de lo que le encontré a mi marido. Después llegó la policía y me dijo que estaba detenida por venta de drogas. Yo no hablaba español y casi no entendí que decían los judiciales. Ellos me explicaron que dijera que le vendí marihuana a mi hermana y les dije: ‘Pero no le vendí, le regalé’. No supe lo que escribieron, porque ellos hicieron mi declaración, y cuando me llamaron para recibir mi sentencia me dijeron que pasaría diez años aquí. Tengo ahora seis años.
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A fin de que pudiera caber en este espacio, edité el relato en la forma testimonial. Si alguien desea leerlo completo, junto con el resto del libro, puede conseguirlo en la librería del Ciesas. Machismo, racismo, autoritarismo, punitivismo… cuántos males caben en unas cuantas voces.
Diego Enrique Osorno