
Tras cubrir como reportero la insurrección de Oaxaca en 2006, conocí a personas que se volvieron entrañables por su lucidez y fraternidad. Una de ellas fue Canek Sánchez Guevara, escritor y viajero anarquista cuya intensa vida trascendía la anécdota de haber sido nieto del Che Guevara. Nos hicimos amigos a primera vista y conspiramos varias cosas juntos hasta que un día de mierda falleció.
Otra persona a la que me llevaron los caminos de la rebeldía oaxaqueña fue Alberto Sánchez Rodríguez, papá de Canek, guerrillero en sus años de juventud e historiador indómito en su madurez. Siempre congruente, siempre lúcido.
Cuando digo guerrillero en su juventud, lo digo en serio. Alberto participó en una de las operaciones subversivas más fascinantes de la poco conocida historia insurgente del país. Lo que ocurrió el 8 de noviembre de 1972 parece irreal, pero no lo fue. Sucedió tal cual se relatará.
La historia empieza en Monterrey, tierra donde nació Alberto en los años 50. Aunque también soy de ahí y siempre estuve interesado en conocer y reconstruir pasajes locales de la “guerra sucia” que libró el régimen del PRI en contra de los jóvenes que en la década de los setenta se alzaron contra su violento autoritarismo, no tuve conocimiento de esta historia hasta que el propio Alberto me la contó de un tirón en una cena que duró casi cinco horas en un pésimo restaurante italiano de la colonia Roma, en la Ciudad de México.
La llamaré “Los invictos”, porque es el nombre preciso y porque así la llamaba Alberto mientras me la contaba. Algo de esta charla lo revelé en la desaparecida revista MILENIO Semanal, por ahí de 2008, con la intención de provocar un poco a la entonces directora y querida amiga, Roberta Garza Medina, pero aquí lo relataré con mayor detalle y claridad tras la investigación informal que he hecho poco a poco con el paso del tiempo y que hace unos días me ha llevado a revisar de nuevo mis apuntes y transcripciones de entrevistas sobre el caso.
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Cinta 1. Lado A
(Entrevista Alberto)
La organización tenía aproximadamente dos años operando cuando yo entré. De acuerdo a lo que yo sé, era el único grupo guerrillero que no tuvo jamás un herido, un disparo o un muerto en ninguna operación. Todas fueron limpias.
Cuando yo me incorporé, ya estaban operando. Germán, que era mi amigo desde antes, me dijo: “Vas a tener que pasar por el adiestramiento militar, no puedes participar en las luchas armadas porque ahí solamente participan los que tienen experiencia, de otro modo hay riesgos…”.
La organización tenía una postura ética de que los novatos no fueran a línea de fuego de forma inmediata, por lo que yo estaba en el adiestramiento militar y el aprendizaje de las armas, cuando una mañana voy a Saltillo y me dice Germán: “Esta madrugada una compañera fue herida por un accidente en una casa de seguridad en las afueras de Monterrey”.
En ese entonces, la organización estaba haciendo un pequeño hospital de campaña subterráneo por el municipio de Escobedo, pero no estaba terminado, por lo que no se le podía hacer cirugía a la compañera, pese a que en la organización había varios compañeros de medicina graduados.
Le llaman a Germán para ver qué hacían con esa compañera. Llega inmediatamente, la ve y le dice: “Necesitas cirugía inmediatamente urgente”. Ella tenía un balazo en la ingle. Germán decide llevarla a casa de un amigo graduado de medicina cuyo papá tiene una clínica privada. Aunque el papá era médico militar, conocía a Germán desde niño, era de confianza, por lo que le cuentan el cuento de que la guerrillera herida era esposa de Germán y que éste le había disparado de manera accidental durante una sesión de cacería en un rancho.
El dueño de la clínica acepta atenderla de manera clandestina a cambio de 15 mil pesos, una buena cantidad de dinero para la época. De madrugada, llegan al hospital, donde la guerrillera es internada, mientras que Germán va a buscar algo de dinero que faltaba para el pago total. Cuando regresa se da cuenta, tres cuadras antes de llegar, que el hospital está sitiado por soldados y policías.
El médico militar había delatado la situación a la policía judicial: los había traicionado.
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- ¿En qué has pensado?- preguntó Alberto Sánchez a Germán Segovia, después de oírlo narrar lo que acababa de suceder. En la clínica privada de la avenida Colón en Monterrey, la policía había capturado a Edna Ovalle Rodríguez. Edna formaba parte —junto con Alberto y Germán— de la Liga de los Comunistas Armados, un grupo guerrillero de principios de los setenta del que poco se sabe en México.
Dos años antes de ese noviembre de 1972, se gestó la creación de esta organización clandestina, conformada por los estudiantes más destacados de la Facultad de Medicina de la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL).
El Halconazo, la matanza del 10 de junio de 1971, sombreaba la vida estudiantil en muchas ciudades del país. A partir de su creación, la Liga de los Comunistas Armados había asaltado tres camionetas bancarias y diez bancos sin un solo tiro, sin ningún herido y sin tener a ninguno de sus integrantes identificado por los feroces cuerpos policiales de la época.
Los periódicos locales atribuían los misteriosos asaltos bancarios a las Fuerzas de Liberación Nacional (FLN), dirigidas por el Hermano Pedro, quien en realidad ya se encontraba lejos de Monterrey, trabajando un proyecto insurgente en Chiapas que años después evolucionaría hasta convertirse en el EZLN.
A diferencia de otros grupos de esa época, la Liga de los Comunistas Armados no reivindicaba públicamente los asaltos, aunque los consideraba expropiaciones. Por ello es que su identidad no era conocida por ninguna de las autoridades.
Pero la exitosa clandestinidad de la organización acababa ese día en que Edna había sido capturada.
- Entonces, ¿en qué has pensado? insistió Alberto.
- Vamos a secuestrar un avión, respondió Germán. _
(CONTINUARÁ…)
Diego Enrique Osorno