Oír el silencio parece una expresión zen que se contrapone a la manera en que abordamos la ruidosa realidad. De forma natural resulta complicado, sino imposible, escuchar el silencio absoluto, aunque la tecnología ha logrado avanzar en la insonorización total de ciertos espacios e incluso se ha popularizado el uso cotidiano de audífonos con alta capacidad de cancelar el ruido exterior.
En medio del ruido moderno, oír algo, cualquier cosa que sea, también es difícil. Por las redes sociales contamos con más posibilidades que nunca de expresarnos. La paradoja es que a pesar de que hay una mayor democratización de la palabra, tenemos menos cosas relevantes qué oír y decir. Pocas cosas ajenas a nosotros mismos consiguen nuestra atención.
Lo que ahora nos interesa es oír nuestra propia voz y en lugar de usar una ventana miramos el mundo a través de nuestros propios espejos. Quizá por eso van desvaneciéndose ideas e instituciones trascendentales como el conocimiento, la familia, el trabajo… Lo que antes regía ahora opera solo bajo una inercia teorizada por Lipovetsky como la Era del vacío. En esta ausencia de sentido, la indiferencia crece frente a los graves problemas que padecemos en conjunto como sociedad.
“La verdad” es otro de los conceptos torales de antaño devorados por este narcisismo colectivo. Ya no parece importante entender algo a fondo ni tratar de llegar a un consenso con la mayoría sobre un evento complejo, por más crítico o dramático que este sea: lo que procede es encontrar información que ratifique mi opinión o creencia al respecto. Periodistas y documentalistas hemos atestiguado y enfrentado de manera directa esta desvalorización de la búsqueda de la verdad. Seguro que algo aún más patético sufre la academia y la ciencia.
Pero entre los efectos trágicos provocados por esta Era del vacío, uno de los más lacerantes es el de la insonorización de los testimonios de las mujeres que investigan, escarban, exigen y luchan por sus familiares desaparecidos. El miedo, la angustia y la soledad profundas y constantes del México actual creo que están concentrados ahí.
Por eso tiene todo el sentido que Natalia Beristáin haya hecho una película como Ruido. Cine hecho con amor y rabia para quienes aún dolemos el país que se resiste al vacío.
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