Policía

El retiro de Mauricio

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La noticia de tu retiro cayó como un trueno en Monterrey. Dices que el cáncer avanza y que no habrá más tratamientos. Lo dices con la franqueza con la que has hablado siempre de la idiosincrasia, de la guerra, del arte, de los narcos, de tus fósiles, de la muerte. Nunca te ha gustado el sentimentalismo. Prefieres la crudeza, el golpe seco de una frase que puede sonar tanto a sentencia como a broma.

Te recuerdo cuando volamos a Lampazos, con la vista fija en el cielo frío de algún invierno. Habías decidido construir tu rancho de retiro frente a la tumba olvidada de Santiago Vidaurri, como si necesitaras dialogar con un fantasma norteño del siglo XIX para sentirte acompañado.

En La Milarca, tu palacio de techos mudéjares comprados a los herederos de William Randolph Hearst, me mostraste con orgullo para el documental El alcalde el cráneo de un tiranosaurio que adornaba la sala. Era tu manera de subrayar que el presente se entiende mejor rodeado de millones de años.

Recuerdo también al vuelo otra escena improbable, casi literaria: cuando le decías a tu hijo psiquiatra que, si un día te mataban, querías que guardara tu cabeza para estudiarla. En San Pedro Garza García, donde las hipérboles son rutina, incluso esa extravagancia sonaba a un gesto de ternura.

Para algunos has sido un príncipe regio con una corte formada por fósiles, armas y tótems, pero más que objetos, a mí me parece que coleccionabas vivencias y relatos: desde tus negocios con Fidel Castro hasta tus confidencias sobre Al Capone, cuya ametralladora de cilindros sirvió para la última foto que nos tomamos juntos hace no mucho tiempo.

Desde que te conozco ha habido en ti una voluntad de narrador en la que acomodabas los hechos con la naturalidad de quien platica sobre el tráfico en la calzada del Valle o de la estulticia de la réplica sampetrina del David. Incluso cuando hablabas de los narcos lo hacías como de vecinos incómodos. Dichas por cualquier otra persona, estas cosas parecían una claudicación, pero dichas por ti eran mera constatación de una realidad que había que encarar.

A veces tu mirada adquiría un vértigo difícil de traducir. Quizá el vértigo del cazador rodeado por una multitud de elefantes, o el vértigo del hombre de poder que decía: “Nos sentimos muy importantes, pero somos una nada”. No era retórica, era tu manera de recordarnos que la desmesura también tiene fecha de caducidad.

Hoy eliges despedirte de la política sin máscaras, sin simulacros. Este cronista, que te ha seguido con torpeza y fascinación, escribe estas líneas en movimiento, desde otra ciudad perdida en el neón, para decirte que eres una leyenda imposible de clasificar, una fuerza de la naturaleza, alguien que parecía inventado por la literatura y que, sin embargo, estaba allí, respirando, coleccionando, cazando, gobernando, relatando.

Hablar de ti es hablar del norte de México, de un territorio en el que la violencia es paisaje, donde la ciudad más rica de América Latina funcionó alguna vez como metáfora de un país en guerra consigo mismo.

Me quedo con la imagen de tus silencios. Porque detrás de cada arenga provocadora y de cada anécdota fascinante, durante nuestras charlas casuales y entrevistas formales en las montañas de la Sierra Madre, surgían de repente pausas largas, como si estuvieras escuchando algo que los demás no alcanzábamos a oír.

Quizá en esos silencios estaba tu verdad más honda. Sí, creo que ahí, Mauricio, es donde nos seguirás hablando.


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Diego Enrique Osorno
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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