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El pianista interior


Una lenta música de piano es algo que reverbera todo el tiempo que camino de Alexanderplatz a la Puerta de Brandenburgo, sobre la avenida Karl Liebknecht que se convierte en Unter den Linden al llegar a Pariser Platz.

Cuando digo lenta música me refiero a algo suave, atmosférico, hasta armonioso, como esas canciones clásicas que suelen formar parte del repertorio de los pianistas que amenizan almuerzos en restaurantes de hotel.

Por supuesto que esta es una música que solo se oye en mi cabeza y, especialmente, solo cuando recorro esta calle -que primero lleva el nombre de un socialista alemán que fue fusilado por sus ideas junto a Rosa Luxemburgo- y que luego se renombra como el bulevar bajo los tilos, esos árboles característicos de la zona considerados un símbolo de la paz.

Si me desvío para hacer una exploración por una zona aledaña, se acaba la melodía que oigo. El pianista interior me abandona y en caso de necesitar más música tengo que ponerme audífonos y poner desde mi teléfono algo de Santa Fe Klan o una buena cumbia rebajada que, no sé por qué razón, de este lado del Atlántico suenan menos lentas y menos alegres.

Pero de Alexanderplatz a la Puerta de Brandenburgo no necesito eso. Me sigue por dentro música de piano, esa peculiar manera que quizá he improvisado para enfrentar la sospechosa felicidad que a veces asalta en Berlín.

***

Caminamos por Karl Liebknecht impresionados por Rotes Rathaus, lugar donde despachan las autoridades locales de la ciudad: una construcción de ladrillo cuya torre con reloj se alza sobre el paisaje. El ayuntamiento rojo, le llaman a esta sede oficial de estilo renacentista que tiene enfrente un pequeño parque con una fuente de Neptuno que me recordó la de la Macroplaza de Monterrey, con cierta pena y nostalgia entrelazadas.

Después de pasar por ahí, cruzamos por un puente el río Spree para toparnos con la Catedral de la ciudad, cuyo domo puede hipnotizar fácilmente a cualquiera. Irradia un tipo de color verde que no es usual mirar. Gracias a un peculiar proceso de oxidación, el cobre adquirió ese brillante tono verdoso.

Del otro lado está un área antiguamente conocida como la Isla de los Pescadores, pero que ahora alberga los principales museos de Alemania, algunos de ellos reconstruidos después de las bombas recibidas durante la Segunda Guerra Mundial, la cual dejó también paredes y columnas llenas de impactos de bala que han sido preservadas, como memoria de aquellos años aciagos.

El Museo de Pérgamo es el más conocido de todos de los que forman parte de la Isla de los Museos, aunque en el Neues Museum -inaugurado en 2009 por la entonces canciller Angela Merkel- se encuentra la mayor colección de arte egipcio, sobre todo de la época del rey Akhenaton, en especial el busto de su pareja, la reina Nefertiti, cuyo hermoso rostro es la pieza más valorada de toda la ínsula museográfica, donde también están el Altes Museum, la Galería Nacional Antigua, el Museo Bode y la Galería James Simon.

Siguiendo en la ruta hacia la Puerta de Brandeburgo, después de la Isla, justo cuando Karl Liebknecht se vuelve Unter den Linden, hay un apartado un poco más comercial, donde tienen tiendas de exhibición algunas de las principales marcas alemanas como Volkswagen o Adidas, así como también hay ciertos museos populares. Destaco en especial el dedicado al actor Bud Spencer.

Spencer se volvió una figura exitosa en la desaparecida RDA, al ser una de las pocas estrellas de la televisión occidental cuyos programas seriados y películas eran transmitidas en el Este europeo durante la Guerra Fría. Entre sus títulos más sensacionales -algunos clásicos del spaghetti western- están: El sheriff y el pequeño extraterrestre, Más allá de la ley, Ojo por ojo, Cuatro moscas sobre terciopelo gris, También los ángeles comen frijoles y Banana Joe.

De ahí pasamos al Hotel Adlon a tomar un capuchino que costó lo mismo que una copa de coñac en un bar chilango. El lujoso sitio construido en 1907 por un carpintero que luego murió atropellado, era uno de los centros de reunión y conspiración nazi durante el Tercer Reich, hasta que se incendió y solo fue semiabierto en la parte oriental de Berlín después de la Segunda Guerra Mundial.

Ahora, después de un largo proceso de rediseño, reconstrucción y redecoración, forma parte de una empresa global de hotelería, sin embargo, se siente en su interior una experiencia peculiar que lo aleja de ese tipo de no-lugares que suelen ser los hoteles de cadena. El lujo extremo y hasta abigarrado de sus acabados y muebles le da un aire de época prusiana.

También, por supuesto, es atractivo pisar el mismo piso que pisaron luminarias como Greta Garbo, Charles Chaplin y Marlene Dietrich, o recordar aquel extraño momento mediático protagonizado en este hotel por Michael Jackson, quien sacó por una de las ventanas exteriores de su habitación a su entonces recién nacido hijo Prince Michael, para que lo vieran sus fans y paparazzi.

Sin embargo, uno de los mejores momentos del recorrido ocurrió frente al Hotel Adlon, en el camellón de Unter den Linden, donde estaba un puesto en el que se vendía currywurst, un platillo ya típico del fast food alemán que consiste en salchicha de cerdo cortada en trozos junto con papas a la francesa y una salsa de curry con kétchup y picante.

Fue al probar esta delicia callejera, frente a una Puerta de Brandenburgo atiborrada de turistas tomándose fotos con botargas de osos pandas y protestas por la guerra de Ucrania, cuando el pianista interior tocó lo mejor de toda su fascinante selección.

Algo que sonaba a Beethoven o a Fanny Mendelssohn o a Gintaras Janusevicius.

Diego Enrique Osorno

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