Policía

El monstruo como espejo

SERIE PERIODÍSTICA “REGIOS, MONTANOS Y SILENCIOS” / CAPÍTULO V

El doctor Alfredo Ballí Treviño era refinado, educado y discreto. ESPECIAL
El doctor Alfredo Ballí Treviño era refinado, educado ydiscreto. ESPECIAL

El doctor Alfredo Ballí Treviño era un médico refinado, educado, discreto. También un asesino. En 1959, mató a su pareja, lo desmembró y lo ocultó en una caja. El crimen escandalizó a Monterrey no por su violencia, sino por la identidad del asesino: un joven médico, casado, gay, de buena familia, con excelencia universitaria.     

Joaquín Hurtado conoció su historia muchos años después, cuando trabajaba en el penal de Topo Chico, donde Ballí cumplió una condena durante dos décadas, para luego salir y regresar a dar atención médica en el mismo consultorio donde había llevado a cabo el asesinato.

La prensa de la época cubrió el caso con ambigüedad. Se hablaba de un “crimen pasional”. Se evitaba la palabra homosexual. Se construyó una narrativa de locura. Décadas después, Thomas Harris, autor de El silencio de los inocentes, reveló que el personaje de Hannibal Lecter estaba inspirado en Ballí.

Harris lo había conocido en el penal. Lo describía como un hombre educado, frío, persuasivo. Un monstruo culto. Monterrey, cuna de industriales, de santos laicos y rectores puritanos, había engendrado un personaje que se convertiría en ícono mundial del horror refinado.

Para Joaquín, Ballí representa una figura trágica y necesaria. No por el crimen, sino por lo que revela, por lo que desnuda, porque Ballí, con toda su perversidad, también era un hombre herido. Un ser que vivió reprimido, juzgado, medicalizado.

Ballí, en el fondo, encarna muchas de las contradicciones que Joaquín ha señalado a lo largo de su vida. Es el reverso del Monterrey perfecto. El hijo pródigo que mata en vez de regresar. El médico que cura y mutila. El hombre que ama y destruye. Un personaje así permite invocar muchas cosas que están en la obra de Joaquín: la represión sexual, el machismo ilustrado, la justicia selectiva; permite asomarse al abismo cotidiano en el que se construyen monstruos y en cómo se entierran sus historias reales bajo toneladas de cemento narrativo.

***

El monstruo como espejo. Monterrey fabrica monstruos para no ver sus propias grietas. Para no aceptar que el mal también se educa en colegios caros, también reza, también dona a beneficencia. Y por eso, la historia de Ballí es tan peligrosa. Porque nos obliga a dejar de pensar en el mal como algo ajeno. No hay monstruos: hay contextos, hay pasados, hay ciudades.

Monterrey, con toda su luz industrial y prestigio empresarial, con toda su hipocresía domesticada, es una fábrica de los silencios que paren monstruos. Eso es lo que me ha movido a mí a intentar contar esta historia de Ballí desde que el propio Harris me arrastró hacia ella.

Y esa pulsión que me atrae de Ballí, intuyo, tiene algo de génesis en mis lecturas juveniles de Joaquín, en lo que me reveló de mi propia ciudad natal, con su prosa vertiginosa y mirada de cronista de los márgenes que dan en el centro. 

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En medio de mi entrevista con Joaquín, le compartí una anécdota sobre Harris. Le dije que Harris, tras el éxito mundial de El silencio de los inocentes, se volvió hermético, casi invisible. Que las pocas entrevistas que concedía giraban en torno a una pregunta incómoda: si él mismo era un psicópata, si escribir sobre monstruos lo convertía en uno. Harris, incómodo con la sospecha, terminó por revelar en 2014 que su Lecter estaba inspirado en Ballí. Una forma, quizá, de decir: “yo no soy el monstruo; el monstruo existe y lo conocí en Monterrey”.

Entonces le planteé a Joaquín ese dilema: ¿Un escritor que se adentra en esas regiones oscuras queda marcado por ellas?, ¿hasta qué punto la imaginación arrastra sospechas?, ¿cómo se vive la escritura cuando la cultura exige que quien escribe de monstruos cargue con la sospecha de ser uno?

Joaquín respondió con un largo monólogo que creo condensa una parte de su credo literario:

—Los prejuicios que rodean a un escritor pesan muchísimo. Si sobresale, inmediatamente levantan suspicacias: ¿Por qué le interesan esos temas? A mí me ha ocupado la sexualidad poco ortodoxa, digámoslo así, y encasillarlo como “literatura gay” me parece pobre. Más bien, soy un amanuense de una realidad atroz que viví desde niño.

—Mi campo de juego fue este lugar donde estamos ahora. A veces me topaba con ropa ensangrentada. Yo pensaba que alguien se había accidentado. Después los rumores decían: “ahí mataron a alguien”. La imaginación es potente: me internaba solo en los laberintos de huizaches, magueyes, nopaleras, buscando de lejos a ese malandrín que me habían descrito. Y claro, la voz de mi abuela, de mi madre, de las vecinas, me advertía: “aguas, porque ahí hay robachicos, malosos”. Eso hacía más fuerte la seducción. Creo que todos vivimos en esa ambivalencia: atraídos por el monstruo y al mismo tiempo con repulsión.

—Yo digo que creamos cultura alrededor del monstruo. Nietzsche, por ejemplo, es un gran monstruo. Y no dejo de leerlo. Cuando me dicen: “aguas, inspiró a los nazis”, yo respondo: sí, fue misógino y escribió contra los judíos en algunos pasajes, pero eso no quita lo seductor de su figura. Porque enciende la inteligencia, mueve neuronas.

—La cultura, en buena medida, es consumo del monstruo. Antes los juglares iban de pueblo en pueblo narrando hazañas de criminales y reyes sanguinarios. Las mil y una noches, leído sin edulcoraciones, es la historia de un rey que viola y asesina mujeres. Hoy lo tenemos como clásico. Sherezada salva su vida inventando cuentos que suspenden el filo de la espada. Esa es la función de la literatura: detener la muerte con la imaginación.

—Cuando hablo de Monterrey, hablo de un pueblito con moralina disfrazada de metrópoli. Desde su fundación arrastra crímenes atroces, de conquistadores y caciques. Y esa moralina permite los peores delitos, siempre que se cumpla con el rito dominical. Astrid Hadad lo cantó bien: “mata, que Dios perdona”.

—Creo que Monterrey tenía que producir un monstruo como Ballí. Y después, en la guerra calderonista, lo vimos otra vez: las buenas conciencias pidiendo “mátenlos en caliente”. Hasta el Tecnológico de Monterrey respaldó a Calderón cuando criminalizó a dos de sus estudiantes asesinados. Todos nos tragamos el cuento. Yo también lo hice y me dio vergüenza cuando supe la verdad. Es la división permanente: blancos contra negros, cristianos contra otros, fijos contra eventuales. Barreras y más barreras.

—Eso es lo que tenemos: una cultura de la moralina. Una cultura que fabrica monstruos para luego negarlos, como si fueran hijos bastardos. Pero ahí están, en el espejo.


***

La voz de Joaquín vuelve sobre Ballí, pero ya no para hablar del crimen, sino del eco que deja en la cultura. Lo que dice es incómodo y revelador: Monterrey ni ninguna otra ciudad producen monstruos por accidente. Los producen porque necesitan expulsar afuera lo que no quieren reconocerse en sí mismas. Y al hacerlo, revelan que el monstruo, más que excepción, es continuidad. 

(FIN DE LA PRIMERA TEMPORADA)


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Diego Enrique Osorno
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