Hace 10 años era poco conocido el fondo dolorosamente humano y trágico que padecía México a causa de la barbarie desatada por la guerra del narco declarada durante el gobierno de Felipe Calderón.
En ese entonces, “la guerra” era “guerra”, así, en una retórica política ruin, pero también pretendía serlo de una forma concreta y cuasi-deportiva, en la que predominaban las estadísticas por encima de la realidad.
Bajo esta indolente abstracción, por ejemplo, las personas detenidas y desaparecidas eran personas consideradas como “levantadas”, un infame eufemismo con el que, desde el lenguaje bélico-oficial se pretendía distorsionar uno de los delitos más graves que pueden existir.
¿Cuál era el objetivo? Encubrir el exterminio cometido por grupos criminales con los que el Estado procuraba cogobernar diversos territorios del país: el presidente en turno superó así su crisis política creando a su vez una crisis humanitaria en la que permanecemos atrapados.
Diez años después, aquella falsa guerra ha sido evidenciada y es otro el lenguaje usado para explicar este fondo dolorosamente humano y trágico.
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En la creación de ese lenguaje que nombra la tragedia mexicana contemporánea hay dos películas recientes que destacan por su compromiso honesto para entender el dolor y no solo resumirlo y regodearse en él, así como también por tener un manifiesto visual propio, o sea, una búsqueda estética que esté a la altura del problema ético que representa la actual crisis humanitaria del país.
Una de esas películas es Sin señas particulares, dirigida por Fernanda Valadez, en la cual se relata la historia de Magdalena, una mujer que busca a su hijo desaparecido mientras viajaba hacia Estados Unidos. La investigación que hace la madre nos permite ir descubriendo y sintiendo el drama de nuestra realidad actual. Resulta conmovedora la narrativa de la película, en buena medida por la implicación total de la fotografía a cargo de Claudia Becerril y también por el tono de dignidad que prevalece, lejos del victimismo y los recursos melodramáticos.
La otra película notable es Noche de fuego, de Tatiana Huezo, que se inspira en un fragmento de la novela Laydidi, de Jeniffer Clement, para crear un mundo que se ubica en las cercanas y alejadas montañas de Guerrero, donde las niñas crecen en medio de una realidad tan atroz que no solo las mata y desaparece, sino que les va impidiendo convertirse en mujeres, o sea, existir.
Ahondar en el dilema de la existencia en medio del colapso, he ahí uno de los hallazgos necesarios que ha logrado el lenguaje trágico mexicano actual: al igual que Sin señas particulares, Noche de fuego logra esto desde una perspectiva de género imprescindible en la que prevalece, sin oportunismo alguno, la intención de ambas directoras (Valadez y Huezo), por ir más allá de la superficie y poner bajo una luz cálida las múltiples intimidades femeninas bajo acecho.
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No se puede celebrar algo que duele tanto como nuestra tragedia mexicana, pero lo que sí debe reconocerse es la potencia que ha logrado al fin la perspectiva de las víctimas en general, para expresar la barbarie que han sufrido todo este tiempo. Se trata de un largo camino el recorrido hasta llegar aquí, ya que por muchos años, las voces de las víctimas fueron aplastadas por la propaganda oficial belicista.
Fue el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad la primera iniciativa que intentó estructurar, más como expresión que como organización, una resistencia con capacidad de incidencia, no solo directa, sino también narrativa, en parte porque una de las víctimas que lo fundó era un amante de la palabra: el poeta Javier Sicilia, quien paradójicamente dejó desde entonces de escribir poesía, pero con su activismo contribuyó a desenmascarar el estúpido lenguaje con el que los políticos y los criminales ocultaban la tragedia.
En aquel 2011, desde el complejísimo ejercicio cotidiano de la prensa, hubo también periodistas excepcionales que afrontaron con variadas propuestas, el desafío de contar con otra perspectiva la pregonada guerra oficial: Marcela Turati, Daniela Rea, Emiliano Ruiz, Daniela Pastrana, John Gibler, Lydiette Carreón, Daniel de la Fuente, Lydia Cacho, Alejandro Páez, Blanche Petrich, Jacobo García, Alejandro Almazán, Laura Castellanos, Raymundo Pérez Arellano, Patricia Dávila, Javier Valdez, Alma Guillermoprieto…
Pasó lo mismo con la literatura y otras artes, en las que se fueron conformando cuerpos de oposición a la narrativa oficial.
Entre muchas otras muestras del efecto reciente, está la del cine documental, donde el lenguaje de la tragedia mexicana contemporánea ha detonado un género en específico, en el que filmes como Volverte a ver (Carolina Corral), Te nombré en el silencio (José María Espinasa de los Monteros) y Abrir la tierra (Alejandro Zuno), solo por nombrar tres trabajos recientes que presentan historias de personas, en especial mujeres, que ante la complicidad y negligencia oficial para buscar a sus familiares desaparecidos, deben convertirse en detectives, peritos, ministerios públicos, forenses y una larga serie de oficios agudos.
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El lenguaje trágico mexicano ayuda a que nadie sea ajeno a la realidad. No nos gusta mirar la barbarie, pero recibir una dosis del horror que también es este país nos puede ubicar: la omisión es igual de criminal que la acción.
En Noche de fuego y Sin señas particulares, el fuego es un elemento visual que consolida la narrativa que se busca en cada relato: ya sea el fuego instalado en un ritual infernal, o bien, el fuego de la resurrección que ilumina la barricada desde la que nos atrincheramos en colectivo para aguantar este espanto del que algún día habremos de salir.
Diego Enrique Osorno