De cerca, nadie es normal. Pienso obsesivamente eso desde hace meses. Todos pretenden ser normales y lo aparentan hasta que alguien se acerca lo suficiente para apreciar lo anormales que son.
Como si ser anormal fuera algo de lo que uno pudiera librarse nada más con desearlo.
Ser anormal es estar out y no in. Afuera y no adentro. Viejo y no moderno. Por ejemplo, ayer pasó por aquí en la plaza un tipo con un impecable traje sastre azul, camisola blanca de seda recién lavada, zapatos de piel y suelas antiderrape, calcetas de lana, mancuernillas de oro y reloj de plata suiza.
Traía atuendo del normal, del in, del que está adentro, del que es moderno y hay miles de facsímiles, pero no más de los que en vano —y grotescamente para mi gozo—, se esmeran en serlo sin lograrlo.
El tipo del traje sastre trabaja en un despacho de contadores cercano a la presidencia municipal. Todos los días, sin excepción, me da una moneda de dos pesos y, todos los días, también sin excepción, evita voltear a verme cuando la recibo. Él sigue su camino sin detenerse, yendo seguro al futuro de los hombres que reciben la suerte, esforzándose en ser los más normales de su casa, de su trabajo, del barrio, de su ciudad y hasta de su inconsciente. (Recuerdo que cuando yo era normal lo era incluso en mis sueños).
Como se darán cuenta detesto a los normales. Si pudiera acercarme a verlos —si me dejaran hacerlo—, solo entonces comprendería y sentiría afecto por ellos, ya que, como dije antes, de cerca, nadie es normal. Todos somos anormales y nuestra más grande anormalidad es intentar a diario “estar dentro de la norma”, ser como los demás, imitarlos, copiarlos, envidiarlos. Si nos reconociéramos como anormales quizá habría menos conflictos traumáticos en el mundo. Se comprendería que la naturaleza del hombre es igual pero no idéntica y que no se puede ser normal de la misma forma.
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Como a las cinco y media de la mañana despertó con un dolor en la cabeza después de haber soñado que era feliz. La migraña nunca daba tregua los días quince y veintidós de mes. Era inexplicable, no había razón médica que diera diagnóstico adecuado. Un dolor inevitable y molesto taladraba su cabeza. Se levantaba de su cama y prendía la televisión para quedarse mirando sin ver un programa de videos musicales donde no dejaban de transmitir el videoclip “Suavemente” de Elvis Crespo, su canción favorita en los años en que no quedaba más que bailar, ir a ensayar para el certamen y dormir intentando olvidar los recuerdos que pudiera.
A lo mejor tenía unos 35 años, porque la piel de sus hombros mantenía ese matiz de una mujer con la madurez y la juventud fusionadas, equilibradas como el Ying y el Yang, pero también es posible que tuviera más años. Saber con certeza su edad era difícil debido a su afán de no tener pasado, o por lo menos de no tener más pasado que sus últimos 30 días. Para esto se valía de ejercicios psicológicos y gnósticos con los cuales lograba borrar lo que había hecho antes hasta despertar todos los días a las cinco y media de la mañana por el sufrimiento punzante dentro de su cabeza.
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Morir por alguien a estas alturas resulta un absurdo. Eres tan afrentosa, cabalgas sin caballo fino en una pista de fantasía que te hicieron de pequeña. Puedes volar por las mañanas y escuchar el susurro de los trigos cuando van alargándose. Hechizaste una noche y me la entregaste para que te amara.
De mañana me subiré a un tren rumbo a tu rumbo, sin paradas ansiosas ni bandidos resignados. Tu vibrante anatomía escurre mis delirios. ¿Has visto cómo brillan las estrellas cuando no estás? Emiten un fulgor que enmaraña la vista, después cambian a un color amarillo que puedo ver porque el claroscuro de mi corazón es catalejos desde donde se ven las sonrisas de los luceros, que también hablan pero dicen incoherencias.
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No había más estrellas que las que contamos un día antes en la plaza. Rosales en círculo guardaban marfiles desgastados y nuestros brazos torpes paseaban por nuestros cuerpos electrizados. El coche antiguo pasó al revés de la calle e iluminó la escena que parecía de amor. Aquel beso y el abrazo vieron extinguir su intensidad.
—Me llamo María Fabienne —se presentó al momento.
Caminé cansado hasta el mausoleo de la ciudad. Treinta y nueve querubines desnudos encontré en los pensamientos del trayecto.
—¡Amo al viento cuando tiene color! —grité y un saltamontes murió al momento.
Así empecé a desearla.
Su figura minúscula, esos pies inquietos y sus ojos verdes en la mirada eran quizá las mayores circunstancias. Desde que la vi en la estación del ferrocarril supe que nos besaríamos. Recuerdo hacerme tonto cuando sostenía maletas y el bolso a una dama que orinaba en los servicios sanitarios.
No nos reconocimos sino en la Iglesia de San Nicolás cuando la descubrí mirándome. Lo hacía intranquila, ayudándose con el reflejo del cristal que cubría la cerámica del santito de Rancho Nuevo. Al descubrirla pensé invitarla a comer nieve en el Jardín de los Ángeles Caídos pero partió sin más.
Al siguiente día la encontré caminando por la feria de Todos los Santos. Yo estaba en el carrusel cuidando a mi sobrino Ángel Guadalupe. Perseguí una silueta entre platívolos, casas de la risa, kamikazes, ruedas de la fortuna, autos chocones, sillas voladoras y al final no pude hallarla.
Lloré en la madrugada de la feria. Empecé a ser ese silencio que cada madrugada hace alguien en vísperas de enamorarse a lo bestia. Temprano volví a verla pensando que era víctima de una maldición esotérica. Seductora, movía su cuerpo al otro lado de la ventana del restaurante donde yo daba sorbos al café de la mañana.
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Estaban cansados de hacer el amor todo el tiempo todos los días: en su casa, en su auto, en su hamaca, en los baños públicos de una terminal aérea, en la playa, en unas ruinas arqueológicas, en los sillones, en el escritorio, en el piso, en hoteles de paso, en las escaleras, en el lavabo de la cocina, en un taxi, en una calle oscura, en un bar de punks, en la carretera, en escritorios... Parecía que no había tiempo para otra cosa.
La primera vez que cogieron fue en una plaza pública de alguna ciudad con jardines en penumbra. Ebrios de mezcal y de oír historias de superperiodistas que escapaban de mil muertes para poder contarlas luego a la luz de velas y filetes mignon. En la plaza, él mostraba orificios de bala que habían atravesado un señalamiento vial, unos meses atrás, cuando también, sin ser superperiodista, había tenido la oportunidad de vivir para contarlo, tras una balacera.
Un cielo despejaba aquella madrugada. Sin tantas estrellas a la vista y con un aire ligero y fresco, el ánimo invitaba a amarse. Nerviosos, los cuerpos, comenzaron a enfrentarse.
De repente, un taxi con las luces altas pasaba por la lateral de la plaza, con la radio encendida, oyendo un programa de pastores evangélicos que después intentarían regresar todo esto a la normalidad.
Diego Enrique Osorno