Benito Juárez es hoy una figura que nos une a todos los mexicanos. Pero no siempre fue así. Juárez fue visto, por muchos de sus contemporáneos, como un político autoritario y polarizador; un hombre que no brillaba nunca por su inteligencia; un presidente que fue sumiso con el gobierno de Estados Unidos; un personaje que, contra el sentir del pueblo, promovió a las iglesias evangélicas en México.
Autoritario. Juárez gobernó con poderes extraordinarios (es decir, dictatoriales) la mayor parte de los casi 15 años que permaneció en la Presidencia. “Cuando la sociedad está amenazada por la guerra”, escribió poco antes de morir, “la dictadura o la centralización del poder es una necesidad como remedio práctico para salvar las instituciones, la libertad y la paz”. Los mexicanos lo resintieron, incluso los que comulgaban con sus ideas. “En el ejercicio del Poder Ejecutivo, él introdujo prácticas y precedentes que han paralizado o desnaturalizado el régimen democrático”, escribió Ignacio Manuel Altamirano en Historia y política de México. Emilio Rabasa, más tarde, consagró su libro más importante a discutir el origen del autoritarismo de Juárez: La Constitución y la dictadura. Y Daniel Cosío Villegas, a mediados del siglo XX, dedicó un capítulo entero de la Historia moderna de México a criticar los poderes extraordinarios de Juárez, que muchos de sus contemporáneos, citados por él, calificaron de dictadura.
Polarizador. Juárez fue un hombre querido por un grupo de mexicanos (los liberales) y odiado por otro grupo de mexicanos (los conservadores). Era inflexible, severo, reverente de las leyes, también incapaz de olvidar y, por ello, propenso a la venganza. Su rigidez le ayudó a sostener un gobierno sin fisuras durante la Reforma, la Intervención y el Imperio, pero le dificultó el trabajo de reconciliación que había que llevar a cabo tras el triunfo, para lo cual era necesario una figura más conciliadora, que fuera capaz de volver a unir los dos pedazos en los que estaba dividido México.
Sumiso. Juárez sabía que, para lograr sus propósitos, necesitaba el apoyo de Estados Unidos. Durante la guerra de Reforma llegó al extremo de considerar la posibilidad de ceder la Baja California a ese país, por una cifra que osciló entre los 10 y los 20 millones de dólares. La operación no prosperó, pero su ministro de Relaciones, a cambio de 5 millones, firmó después el tratado conocido con el nombre de McLane-Ocampo, que decía así: “La República Mexicana cede a los Estados Unidos en perpetuidad, y a sus ciudadanos y propiedades, el derecho de vía por el Istmo de Tehuantepec”. Justo Sierra escribiría esto sobre Ocampo, que podía haber extendido a Juárez: “Deseaba con infinita vehemencia el triunfo de sus ideas, hasta el grado de confundir la noción del deber patriótico y la del deber político”.
Evangélico. Juárez pensaba que, para debilitar al clero católico, era necesario fortalecer al clero protestante en México. Los pastores comenzaron a llegar al país al término de las hostilidades, atraídos por él mismo, con la ayuda de Matías Romero, uno de sus apoyos más entusiastas, tras haberlos conocido en Washington. Llegaron primero los miembros de la iglesia episcopal, seguidos por los presbiterianos, los metodistas, los bautistas y los cuákeros. Su llegada provocó la oposición de los católicos. Hubo tumultos.
Investigador de la UNAM (Cialc)
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