En uno de los episodios de La casa del terror de Los Simpsons, Homero es llevado al departamento de castigos irónicos del infierno, para pagar por su alma que fue empeñada por una dona. Ahí, se le obliga a comer todas las roquillas del mundo y, ante su sorpresa, lo hace sin chistar.
El verdugo señala que el último gordo se volvió loco en 15 minutos y el patriarca de la familia más amarilla continuaba zampándose bocado tras bocado. Tengo un amigo que sostiene que esa familia amarilla cuenta con respuestas para todo en la vida. De ser así, a esta matraca existencia le hace falta una buena dosis de esos castigos simpsonianos.
Llevo muchos meses padeciendo, como todo aquel que se refugió en casa para hacer el mentado “jomofis”, los desvaríos de la sonoridad urbana. No hace falta salir al mercado para enloquecer con la algarabía de los marchantes, basta con quedarse en casa y esperar muy poco, porque una cosa es segura el ruido aparecerá más antes que después.
Me cuentan que así era antes de la maldita pandemia, que los estímulos auditivos eran parte del paisaje citadino y que en realidad nadie hacía demasiada alharaca por ello. Hasta que apareció Don Quejumbres, pensé. Y reparó en cuanta virulencia con decibeles se aproxima a los hogares. Lo cual no es menor si se piensa en la suma de cada uno de los sospechosos comunes que la provoca.
El castigo irónico para quienes tuvimos que guarecernos en casa es tener que aguantar la andanada de ruidillos, que poco a poco fueron conformando el imaginario colectivo y hasta terminaron haciendo pensar a los trabajadores en casa que era ese mal innecesario que había que tolerar, porque en definitiva no se iba a ir.
Pongamos que hablo de los chatarreros, esos que no importa el día de la semana, ni siquiera la hora, llegan a escucharse hasta dos o tres veces al mismo tiempo en sitios tan cercanos que hacen pensar que se trata de un castigo irónico para la raza local. A la voz tipluda del mensaje y a quien la grabó habría que poner a escuchar diez mil veces seguidas el rollo de los colchones, estufas y demás a ritmo de reggaetón, para que aprendan a no andar con zarandajas.
Y también hablo de los camoteros, que no obstante visitar las calles con dulce pretexto, tendrían que ser sometidos a sobredosis de su propia medicina, el zumbido infame que sorrajan por doquier, con audífonos eliminadores de ruidos externos incluidos. Para ellos la consideración del castigo irónico al que también se harían acreedores gaseros, tamaleros, afiladores, vendedores varios y demás entes que contaminan acústicamente el entorno.
Entiendo la necesidad de ganarse la vida como se pueda, pero no a costa del temple sonoro de los demás. Mucho podríamos hacer como sociedad para que el ruido deje de percudir la vida, y no dejar que se propague definiendo nuestra acústica diaria y con ello la salud mental.
Carlos Gutiérrez