Tiene covid. Tu mamá es positiva. Así me lo dijeron, sin preámbulos y sin condescendencias. Mi madre de 84 años tenía covid. Se me doblaron las piernas, se me nubló la vista, dejé de respirar. La ruleta mexicana, la lotería negra, nos había tocado. Disculpe que le pregunte doctor, ¿ha tenido usted a alguien tan cercano contagiado? ¿Ha tenido usted los resultados de laboratorio en la mano? Ya sabe, ponen el POSITIVO en mayúsculas y, a pesar de ello, uno no lee eso. Uno lee una palabra gigantesca, impronunciable, pesada, dolorosa. Lees una patada en el pecho. Lees impotencia y desamparo. Lees miedo y lees muerte. Ese mismo día usted escribió: “Hemos logrado reducir los contagios”.
¿Sabe?, yo le puedo decir el preciso lugar en donde se contagió mi madre. Fue en la sala de terapia intensiva del hospital en el que recién le habían cambiado una válvula del corazón. No, no tenían que decirlo, se sentía, había menos personal. Usted mismo lo había señalado: casi 25 por ciento de los contagios que registraba el país eran en personas del sector salud. Desde la sala de espera alcancé a ver cómo un par de hombres vestidos con escafandra, careta, mascarilla, guantes y lentes plásticos, se llevaban a mi mamá por un pasillo. A su paso, en un acto que resultaba profundamente humano y, a mis ojos, terriblemente injusto, la gente se tapaba la nariz y la boca, se pegaba a las paredes. Tenían asco y miedo, pero no de cualquiera, lo tenían por mi madre. No pude doctor, la pena hizo que se me salieran las lágrimas. Justo un mes antes usted había anunciado que terminaba la Jornada de Sana Distancia, ¿por qué dijo usted eso?, la gente se confundió, no debió usted decir eso. Las puertas por donde se la llevaron se abatieron en mi contra.
A mi mamá la aislaron en lo que llamaron el “piso covid”. Esa noche vi su reporte en la televisión doctor y en él descubrí a mi madre. La vi en el número que crecía sin tregua. La vi subida en uno de sus picos, tosiendo. Un par de días después le pude hacer llegar una tableta para poder verla y hablar con ella. El primer día que logramos comunicarnos me miró, pero, sobre todo, se miró. No me reconozco hija, no sé quién soy, me dijo. Respira mamá, le dije, respira y come. Respiro hija, me dijo y agregó sonriendo: todavía respiro. Aún no comprendo cómo pude regresarle la sonrisa.
El día que superamos los 30 mil muertos y con ello los decesos de Francia, mi madre me explicó el dolor y el cansancio. Las piernas, el pecho, la cabeza, la espalda, las encías hija, todo duele. Tratas de abrir los ojos y, cuando por fin lo logras, no sabes si ya estás muerta. Me habló del silencio, de lo oscuro, de la tos de los que llegaban cada día, del miedo, pero no quiso hablar del futuro, dijo que ese ya se había perdido, al terminar la frase se puso a llorar. Lloró largo rato. Esa noche no lo vi, doctor.
Después de casi dos meses, mi mamá salió la semana pasada del hospital. Salió con fibrosis pulmonar, débil y sin masa muscular. Tiene que aprender nuevamente a caminar, a respirar y a vivir.
Esta semana llegaremos a los 50 mil muertos, el tercer país con más fallecimientos en el mundo y no doctor, yo no quiero como tantos exigen, que lo despidan. Ya no. Yo lo que quiero que es que lo haga bien, mejor que nunca.