Jorge Luis Borges decía que quizá uno de los mayores errores, de los mayores pecados del siglo XX, es la importancia que se le daba a la historia. “Parece que uno vive en función de la historia, la gente se propone escribir para prever el lugar que va a ocupar en los manuales de la historia de la literatura de su país”, comentaba el argentino en esas charlas con Osvaldo Ferrari recogidas en los dos volúmenes de En diálogo (Siglo XXI, 2005).
No es una aspiración exclusiva, sin embargo, del siglo pasado. Menos todavía de la política. Ya Agustín García Calvo nos ha advertido en su prólogo a Julio César: la grandeza del héroe, de Hans Oppermann (Ediciones Folio, 2004), que “visto con miramiento, tampoco la ‘invención’ de ‘Julio César’ es del todo original en nuestro mundo antiguo”, y recupera la admiración del dictador por la figura de Alejandro Magno, otro personaje que ya atisbaba la gloria eterna desde que tomaba clases con Aristóteles.
Viendo, entonces, que esa ilusión ni es nueva ni es específica de alguna disciplina humana, hoy asistimos a la creación esmerada de un personaje nacional que mira no el presente, sino que fija sus ojos en lontananza, en un punto en el futuro donde aspira a figurar entre los próceres, pero no con cualquiera. Hay clases sociales y acá están muy claras.
A su holy trinity representada en los bustos de Hidalgo-Morelos, Juárez y Madero-Cárdenas, él habrá de sumarse en ese futuro para el que hoy trabaja, antes que gobernar, con una etiqueta hecha emblema de gestión: cuarta transformación. Membrete, sueño de grandeza, fistol de eternidad, la 4T es la divisa, es la barca sobre la que se navegará en las aguas hirvientes de Aqueronte para trascender hacia la inmortalidad.
El problema a la vista, el “pecado” si se usa la expresión de Borges, es que el esmero en levantar semejante memorial futurista para sí mismo nubla la perspectiva inmediata, la tarea impostergable de gobernar para el ahora, mina toda lucidez para atender la emergencia en múltiples direcciones con los pies en la tierra por atisbar desde un pedestal preinmortal, con una corona de laureles propia de Cayo el romano, su nombre junto a los padres de la patria.
Alfredo C. Villeda
@acvilleda
