Desde finales del siglo XIX se instauró la idea del progreso como antagonista de la naturaleza. Si bien el origen de esa ficción parece ser impreciso, la imposición del concreto como símbolo del moderno progreso —contrario a la naturaleza enlodada, sucia y antihigiénica—, la oposición ciudad-campo y sus consecuencias en el imaginario colectivo respecto a estándares estéticos, costumbres, civilización e incivilización, educación y analfabetismo, así como la adopción de indicadores de progreso económico y pobreza relacionados con técnicas “modernas” de construcción y metros cuadrados de pisos firmes, transformaron paulatinamente los suburbios en áreas grises.
Esas ideas de progreso urbano venían acompañadas de paisajes uniformes (otra idea de la modernidad urbana proletaria), supuestamente fáciles de limpiar y conservar, provistos de “áreas verdes” limitadas que permitían administrar el ocio de acuerdo con los intereses del Estado. Es decir, se trató de un proceso de aniquilación de la naturaleza en el espacio urbano-industrial, para después reproducirla artificialmente y así controlarla: acceso restringido a parques y bosques urbanos, pequeños espacios de privilegio natural controlados por grupos vecinales, etcétera.
Esa idea quedó tan arraigada que, incluso ahora, la gente prefiere tirar planchas de concreto sobre sus jardines y talar sus árboles, que barrer hojas, hacerse cargo de unas cuantas plantas o lidiar con hormigas y abejas. Si a principios de este milenio muchos desarrolladores urbanos de viviendas para trabajadores incluyeron en sus proyectos un árbol por casa y llamaron a sus fraccionamientos “bosques” o “colinas”, con el ideal de que en el futuro cambiara el paisaje de esas zonas (imaginen que todas las casas de Colinas de Plata, en Mineral de la Reforma, hubiesen conservado sus árboles), a la menor provocación los compradores los derribaron y cementaron sus jardines.
Supongo que no consideraron que, veinte años después, los árboles representarían una plusvalía, y que, ante el clima extremo que ya experimentamos con preocupación, la sombra natural se volvería un bien preciado, capitalizable por nuevos y voraces desarrolladores inmobiliarios.
Vecinos: recuerden que los bienes escasos se convierten en lujos. No talen sus árboles.