En una conferencia, el filósofo esloveno Slavoj Žižek afirma que en 2014 un montaje de la ópera “Carmen”, de Bizet, fue cancelada en Australia porque la obra promueve el consumo de tabaco. Y aunque el caso es más complejo, pues se trató de una argucia de la compañía de ópera de Perth para hacerse de unos 355 mil dólares de una agencia gubernamental de promoción de la salud, el asunto viene al caso ahora que en México se han aprobado nuevas reglamentaciones relativas a la venta y consumo de productos de tabaco.
Sin duda, es de celebrarse el esfuerzo legislativo de enfrentar al monstruo monetario y los intereses económicos detrás de tabacaleras internacionales y sus asociados publicitarios (que involucran el capital de cerca de 15 millones de fumadores), y la honesta (quiero creer) decisión de proteger a las nuevas generaciones de una práctica que cobra al año más de 60 mil vidas y representa un gasto aproximado de 116 mil millones al sector salud nacional.
Pero creo que también es necesario pensar en otros frentes similares que hacen de estos esfuerzos una batalla imposible de ganar: un despropósito que obliga a repensar las estrategias ante estos casos de protección al consumidor y al erario.
Aunque se ha documentado que, efectivamente, la limitación de exhibición y la reducción de espacios para el consumo de tabaco desincentiva a no fumadores y fumadores ocasionales (los adictos, al parecer, ya tienen la suerte echada), habrá que pensar en quienes aprovechen el esfuerzo y éxito de estos nuevos reglamentos para impulsar desde el conservadurismo otras propuestas que, mediante la adaptación simplista del principio, confundan la no-exhibición con la no-tentación.
Me refiero a que hay que vigilar esa seducción paternalista que puede llevarnos a un momento en el que, en nombre de nuestra propia protección y en atención a nuestra desenfrenada capacidad de autoinfligirnos terribles daños, terminemos aceptando un problema de salud pública como uno de índole moral.
Alfonso Valencia