Hay una regla no escrita en la violencia mexicana de la que hemos sido testigos en los últimos doce años: cuando el Estado aplica presión en un territorio, la criminalidad no se disuelve, sino que migra. Jalisco, aprendiendo de las heridas vecinas, se alista para cerrar el paso con un blindaje que evite el llamado “efecto cucaracha”. Es la respuesta urgente al operativo federal desplegado en Michoacán por orden de la presidenta Claudia Sheinbaum, y que, dice Pablo Lemus, ya fue tratado de manera prioritaria en la junta de seguridad estatal del martes pasado, una reunión marcada por la noticia del asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo. Su ejecución encendió las alarmas y derivó en la decisión inmediata de reforzar las fronteras.
Para dimensionar la preocupación que recorre los pasillos del gobierno jalisciense, es necesario retroceder en el tiempo y observar lo que significó, en carne viva, el “efecto cucaracha” para el Estado de México. No se trata de una teoría abstracta, sino de un manual de invasión silenciosa escrito con el dolor de miles de comerciantes, transportistas y familias enteras. Todo comenzó durante el sexenio de Enrique Peña Nieto, cuando el surgimiento de los grupos de autodefensa ciudadana para enfrentar a los Caballeros Templarios obligó a una intervención federal encabezada por un comisionado con poderes casi absolutos. Alfredo Castillo Cervantes, amigo de Peña, fue enviado el 5 de enero de 2014 con un mandato aparentemente claro: desarmar a las autodefensas y descabezar al cártel que aterrorizaba la entidad. Su figura creció hasta opacar al entonces gobernador y concentrar en sus manos todas las decisiones de seguridad.
Sin embargo, su gestión dejó un sabor amargo y una lección estratégica: la incapacidad de capturar al principal líder templario, Servando “La Tuta” Gómez. Los autodefensas se transformaron en una Fuerza Rural Armada, pero el funcionario evidenció las limitaciones de un enfoque puramente reactivo. Más aún, su estrategia generó un fenómeno delincuencial que desde entonces acecha a México: el “efecto cucaracha”. Las fuerzas federales, en lugar de aniquilar al crimen organizado, actuaron como un martillo que golpea una coladera: no la destruye, pero dispersa su contenido. Algunos grupos huyeron, y otros nuevos, más fragmentados y voraces, surgieron de las cenizas, disputándose el control del territorio de manera aún más caótica.
Fue en el Estado de México donde esta teoría se materializó con crudeza escalofriante. Mientras el entonces gobernador Eruviel Ávila aseguraba en 2014, con una tranquilidad que el tiempo desmentiría, que “los mexiquenses pueden estar tranquilos”, la realidad se filtraba por los márgenes. La Familia Michoacana no cruzó la frontera en caravana armada, sino con la paciencia de un parásito. Su operación fue una maquinaria de control total que excedía el simple “cobro de piso”. Tejió una red de extorsión meticulosa y omnipresente que años después la administración de la gobernadora Delfina Gómez se vería obligada a reconocer.
Investigaciones periodísticas, como las del diario El País, afirman que el grupo logró distorsionar la economía lícita desde sus cimientos. Su método combinaba el terror con una gestión logística minuciosa: controlaban las cadenas de suministro, imponían precios y creaban escasez artificial para luego liberar productos con márgenes criminales. El kilo de varilla que en Toluca costaba 18 pesos, en Valle de Bravo alcanzaba los 45; el muslo de pollo podía pasar de 50 a 120 pesos. Eran, en la práctica, los directores de una economía paralela.
Su audacia no conoció límites. En Tejupilco establecieron un centro de distribución clandestino que operaba como aduana ilegal, donde revisaban paquetes de empresas como FedEx, DHL o Mercado Libre. Si el envío contenía algo valioso, lo retenían; si no, cobraban una “cuota de rescate” al destinatario. Era un impuesto al comercio electrónico, una muestra de su capacidad de adaptación. Además, infiltraron sindicatos de transporte, sustituyeron a transportistas independientes y controlaron las rutas en municipios como Donato Guerra, Texcaltitlán y Villa de Allende, asegurando que nada entrara ni saliera sin su autorización ni su pago.
La respuesta del Estado llegó con el operativo “Liberación”, que desplegó casi tres mil elementos y 700 vehículos. Pero la reacción del crimen fue inmediata y desafiante: organizaron bloqueos simultáneos en diez municipios, paralizando carreteras clave y enviando un mensaje contundente al gobierno: “Ustedes actúan, nosotros reaccionamos. Aquí seguimos mandando”.
Esta es la lección grabada en la memoria de la seguridad nacional que hoy atormenta a Jalisco. El “efecto cucaracha” no es una simple metáfora de movilidad criminal, sino un proceso de metástasis que exporta un modelo probado de control económico y social. Las células que huyen de Michoacán no llegan a esconderse, sino a replicar el mismo esquema de extorsión y dominio que perfeccionaron en el Estado de México.
Los especialistas en seguridad que respaldan el Plan Michoacán por la Paz y la Justicia advierten precisamente sobre este riesgo: un despliegue masivo sin inteligencia ni reconstrucción del tejido social puede dispersar la violencia sin resolverla. Es este temor, alimentado por la memoria de lo ocurrido al oriente del país, el que impulsa la acción inmediata en Jalisco. “Claro que tememos por un efecto cucaracha”, admitió el gobernador Pablo Lemus con inusual franqueza. Por ello, su anuncio no se quedó en palabras: el despliegue de mil 200 elementos de la Policía Estatal de Caminos y la Guardia Nacional busca que se blinde la frontera con Michoacán.
La reunión del sábado con el general Ricardo Trevilla en el Colegio del Aire de Zapopan trasciende la coordinación logística: simboliza el intento de Jalisco por aprender de los errores del pasado, por trazar una línea en la arena y decir “hasta aquí”. La historia del “efecto cucaracha” se ha repetido con una monotonía trágica en varios estados. Jalisco, con la mirada puesta en las lecciones no aprendidas de Michoacán y del Estado de México, se juega su estabilidad en no convertirse en el siguiente capítulo de esa misma historia.