Política

Michoacán: la historia se repite en un ciclo macabro

Hace diez años me tocó cubrir, como reportero, el embrión de la lucha contra los Caballeros Templarios. Fui testigo de cómo avanzaba un movimiento auténtico para liberar a Michoacán de su yugo, un esfuerzo que, conforme crecía, se llenaba de personajes extraños y se enredaba en una batalla sangrienta por el control del territorio.

Al frente estaban figuras como Hipólito Mora, el doctor José Manuel Mireles y el padre Goyo, quien desde el púlpito de las iglesias comunitarias renunció a las homilías. “Mejor saquen sus armas y hagan patria”, decía, mientras blandía su revólver. El iniciador fue Hipólito, en La Ruana, donde después de tocar las campanas el 24 de febrero de 2014 logró el apoyo de la comunidad y expulsó, en una sola noche, a los criminales que cobraban por todo. Pero la vocería recayó en Mireles, por su facilidad de palabra y su carisma mediático. Con sus hombres, avanzaba de pueblo en pueblo para liberarlos.

Recuerdo cuando llegué a Uruapan: Mireles estaba moribundo en una cama de hospital tras un accidente de avioneta; muchos murmuraban que lo habían derribado a la fuerza. Mi entonces editor, Rubén Cortés, me dijo que la noticia del día era revelar quién lo sucedería. Y la suerte me acompañó: sin saber bien a qué comunidad acudir entre las cinco o más cercanas, elegí Nueva Italia, y ahí lo encontré.

Había escuchado que quien controlaba ese municipio controlaba el estado, por su conectividad con los cuatro puntos cardinales: Morelia, Apatzingán-Tierra Caliente, Puerto Lázaro Cárdenas y Uruapan.

El nuevo dirigente era todo lo contrario al doctor Mireles. Se llamaba Estanislao, pero todos lo conocían como “Papá Pitufo” por su baja estatura y su barba espesa. Era productor de limón y había regresado de Estados Unidos para, en sus palabras, “pelear por la liberación de Michoacán”. Vestía jeans deslavados, una camisa de cuadros al estilo Wrangler y lo envolvía un persistente olor a desodorante Old Spice. Recuerdo una frase suya que se me quedó grabada a fuego: “Me dejaré de llamar ‘Papá Pitufo’ si no logramos acabar con esta podredumbre”. Mientras lo decía, rodeado por un pelotón de hombres con armas de alto poder, otro contingente tomaba el control del Palacio Municipal de Nueva Italia y un grupo más irrumpía, a dos cuadras de ahí, en el domicilio particular de Kike Plancarte, el cerebro financiero de los Templarios.

Esa “podredumbre” de la que hablaba Papá Pitufo lejos de erradicarse, se transformó. El gobierno de Enrique Peña Nieto quitó el poder al gobernador local y ejecutó al máximo líder templario, aquel que se hacía pasar por pordiosero montado en un burro, el mismo que el gobierno de Felipe Calderón ya había anunciado como abatido. El crimen, por su parte, ejecutó a líderes del movimiento y a defensores que denunciaron el control del aguacate, del limón y de las drogas; otros simplemente desaparecieron.

Todo eso nos lleva a la conmoción nacional de este fin de semana: el artero asesinato de Carlos Manzo Rodríguez, alcalde independiente de Uruapan, la noche del sábado. Lo mataron durante un festival: acababa de encender las luces, tenía a su hijo en brazos y disfrutaba de los fuegos artificiales cuando un joven de no más de 19 años le disparó por la espalda.

Me impactó un detalle: una vez herido, el alcalde intentó levantarse con el puño cerrado. Mostraba la misma fuerza feroz que lo llevó a enfrentarse a quienes controlan ilegalmente el mercado del aguacate y el limón, a los talamontes, a los que imponen sus “derechos de piso” paralelos a Hacienda. En estos diez años, tras la caída de los Caballeros Templarios, ocurrieron muchas cosas dignas de una película de Luis Estrada: no solo nada cambió, sino que la inseguridad y el dominio del crimen organizado sobre las autoridades se agravó

Manzo no se arrodilló. Él mismo decía que solo tenía tres caminos: vivir de rodillas, pelear y quizá morir en el intento, o tener éxito. Eligió pelear. La condena es generalizada, desde la Presidenta hasta la sociedad civil. Pero más allá de las palabras, el mensaje que queda para los demás ediles es pésimo: “Hazte a un lado, porque si te metes, la autoridad federal no te va a ayudar”. El camino que se señala es el de la complicidad o la ceguera voluntaria.

La condena política es unánime, desde la Presidenta hasta el cardenal de Guadalajara. Sin embargo, más allá del coro de repudios, el mensaje tácito que se graba en la mente de cada funcionario municipal es claro: “No te metas, porque si lo haces, estarás solo”. El sistema, en la práctica, empuja a la complicidad o a la indiferencia. La valentía se paga con la vida.

Y es una cruel paradoja. Tenemos todo para ser felices: un país hermoso, de una riqueza natural desbordante. Pero esa misma abundancia es, con demasiada frecuencia, nuestra maldición. Tomemos como ejemplo el puerto Lázaro Cárdenas, Michoacán, una tierra que no descansa sobre suelo, sino sobre polvo de hierro, un recurso codiciado por los mercados asiáticos y la industria global de la construcción. Lejos de ser un motor de bonanza y paz para los michoacanos, esa riqueza y su ruta marítima se han convertido en un botín que alimenta la violencia, extiende la podredumbre y nos roba la tranquilidad. La riqueza que debería unirnos, nos desangra.

Al final, la historia se repite en un ciclo macabro. La podredumbre que “Papá Pitufo” juró combatir con su olor a Old Spice hace una década no hizo más que mutar, enquistarse y crecer. Hoy, con la sangre de un alcalde valiente regando la plaza de Uruapan, estamos peor que entonces.

La lucha de Carlos Manzo Rodríguez no fue distinta a la de aquellos autodefensas: fue la batalla de un hombre solo contra un sistema de poder corrupto y criminal que ha demostrado ser más fuerte que las instituciones. Su asesinato no es un episodio aislado; es el síntoma terminal de una enfermedad que carcome al Estado.

Recordar a Manzo, a Hipólito Mora o a “Papá Pitufo” duele, pero es necesario. Su legado no puede ser solo la indignación de un día. Debe ser el recordatorio constante de que, mientras no enfrentemos esta realidad, seguiremos condenados a repetir la misma nota roja una y otra vez, en un país que clama a gritos una paz que sus propias entrañas le niegan.

Ilustración de Andrea Piña para la columna Michoacán: la historia se repite en un ciclo macabro
Andrea Piña

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Alejandro Sánchez
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