Siempre he visto las lecturas categóricas de mandatos electorales con un grano de sal. Me parece que, a veces, se sacan conclusiones simplistas sobre la voluntad de millones de votantes. Pero hay elecciones que no dan margen a la conjetura, y la que llevó a la Presidencia de México a Andrés Manuel López Obrador fue una de ellas. AMLO llevaba más de veinte años en campaña contra la corrupción, proclamando que nadie está por encima de la ley y que el combate a “la mafia del poder” era su prioridad, antes incluso que la justicia social. Era natural que los enojados por la cleptocracia del priñanietismo, que en 2018 ya eran mayoría, votaran por él.
Aunque recordaban a otros, el corrupto más detestado por los mexicanos era Enrique Peña Nieto. El enojo se concentraba en él porque los escándalos en torno a su gobierno demostraban a la opinión pública que su sexenio había roto todos los récords de saqueo y que lo que se veía era solo la punta del iceberg. No cabe duda, pues, de que el mandato que AMLO recibió fue romper el pacto de impunidad, es decir, actuar primordialmente contra los atracos de su predecesor. Ojo: la piedra angular de la corrupción sistémica de México es la certeza de que el presidente que llega le cuida las espaldas al que se va, y mientras se mantenga esa regla no escrita el incentivo para robar seguirá existiendo. Se trata de castigar a quien abusó del poder, de resarcir el daño al erario y de dejar en claro que la robadera no paga. Escudarse en la popularidad o en la amnistía anunciada para evadir este imperativo, o decir que lo importante es el borrón y cuenta nueva, es evadir la responsabilidad. De esos pretextos está empedrado el camino del presidencialismo intocable, de 1929 a la fecha.
Es inmoral que un presidente proteja a un saqueador de la nación por haberlo “dejado ganar”. Porque a estas alturas es innegable que AMLO y Peña Nieto negociaron en 2018, seguramente por interpósitas personas y, dirían los clásicos, en lo oscurito. Solo así se puede explicar que, pese a tener todos los elementos para procesarlo, AMLO haya llegado a la aberración de pedir una innecesaria e inconstitucional consulta para aplicar la ley y que se haya creado una fantasmal comisión de la verdad a la que nadie sabe qué verdad se le comisionará buscar.
Pero hay más. AMLO reiteró la semana pasada que su labor en la mañanera es pedagógica, y que prefiere el castigo de la “condena moral” al de la acción penal. Por eso evoca una y otra vez las manchas de Salinas, de Zedillo, de Fox y sobre todo de Calderón. Recita mil anécdotas para denigrarlos ante la opinión pública. En cambio, al “presidente Peña”, como le llama respetuosamente, no lo toca ni con el pétalo de una casa blanca. No conforme con librarlo de la cárcel, jamás habla mal de él. Ni proceso legal ni condena moral. Dicen que Juárez ofrecía justicia a secas a sus enemigos y justicia y gracia a sus amigos. AMLO, con Peña Nieto, va más lejos: lo exime de la justicia y le prodiga gracia. Es su intocable.
Solo le quedan dos años para enmendar. Si AMLO desacata el mandato popular y da indulgencia plenaria a Peña, Videgaray y demás secuaces se llevará “una mancha que no se borra ni con toda el agua de los océanos”, como él mismo suele sentenciar.
PD: Falta ver qué dice el fiscal, quien a mi juicio tenía otros planes.
@abasave