Política

¡Nos vamos al Mundial!

La selección de futbol de México invoca paroxismo. Es el representativo del deporte que más nos apasiona y, por si hiciera falta, embona con nuestra historia trágica y nuestra proclividad romántica a enaltecer la derrota. Las nuevas generaciones no reparan en la penosa participación de México en Copas del Mundo, pues les ha tocado festejar dos victorias mundiales juveniles y una medalla de oro olímpica. Pero así ha sido: en 1930 inauguramos el primer Mundial de la historia, en Uruguay, perdiendo con Francia 4-1, y desde esa aparición recibimos varias goleadas que dolieron casi tanto como aquel 6-0 que nos endilgó Alemania, tras caer en nuestros primeros dos juegos, en la debacle de Argentina 78. Y si bien desde 1994 no hemos dejado de pasar a octavos, jamás hemos llegado al inefable quinto partido.

Insisto, la juventud mexicana lo percibe de otra manera. No solo porque ha presenciado triunfos insólitos sino también porque parece haber superado los complejos que se reflejaban en los antiguos “ratones verdes”; pero también ella sabe que, en el mundo futbolístico, estamos lejos de los gigantes, y que la selección encaja en la historiografía nacional por la manía de conmemorar inicios, no de culminaciones. El 16 de septiembre y el 20 de noviembre prefiguran los dos campeonatos sub 17, prometedores comienzos que se diluyen en desenlaces que no nos llevan a departir en la mesa de los adultos. ¿Por qué cuando los muchachos campeones de Perú 2005 y México 2011 llegaron a la mayoría de edad no llevaron a la selección grande a ser campeona mundial? ¿Por qué solemos pasar de la adolescencia a la inmadurez?

Como los Juegos Olímpicos, las Copas del Mundo son un inmenso escaparate nacionalista. Solo en las guerras se deslindan más claramente filias y fobias nacionales. Un Mundial es una fiesta de estereotipos porque el futbol es, en efecto, un borroso espejo identitario. Para los mexicanos ha sido recreación de vicios idiosincráticos —desde el valemadrismo y la desconcentración al tirar penaltis, hasta la impuntualidad de la defensa en jugadas a balón parado, pasando por toda suerte de indisciplinas, cortoplacismos e improvisaciones— y prueba de lealtad, estoicismo y fe. Si seguimos comprando billetes de lotería tras años de no sacarnos ni el reintegro, ¿por qué no habríamos de apostar por un campeonato mundial para la selección grande?

Ahora nos vamos a Qatar. Cierto, la fea calificación en Concacaf mostró las deficiencias de nuestro futbol —acaso debidas a la codicia de una Liga apoltronada en un extranjerismo que relega a canteranos mexicanos— y las del Tata —un entrenador cuyos equipos siempre empiezan bien y terminan mal, a quien no le perdonaremos las tres derrotas ante Estados Unidos—, pero ya nos vemos ganándole a Polonia, a Arabia Saudita y, si nos pican la cresta, a Argentina. Y que se deje venir Francia en la segunda ronda… Total, el paladar futbolero de los mexicanos está hecho al sabor del mole y gambetea entre nuestras papilas gustativas: nos sabe salado y amargo por realismo, dulce y picante por ilusión.

Quizá detrás de nuestros bandazos anímicos haya algo contradictorio e inacabado llamado mexicanidad. Y tal vez una de sus manifestaciones —banal y épica, matraquera y heroica— sea nuestra odiosa y querida selección de futbol. 

@abasave

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Agustín Basave
  • Agustín Basave
  • Mexicano regio. Escritor, politólogo. Profesor de la @UDEM. Fanático del futbol (@Rayados) y del box (émulos de JC Chávez). / Escribe todos los lunes su columna El cajón del filoneísmo.
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