Dijo orgullosa: –La compré en 1964, fue allá en la Ciudad de México, porque aquí en Tampico ni de chiste ibas a encontrar ese modelo.
Era hermosa. Un mueble de madera fina que tendría de largo, digamos, dos metros. A los lados tenía dos bocinas grandes y en medio un compartimiento alargado que las contectaba, diseñado para guardar los discos. Eran un chingo y la mayoría estaba sin estrenar. Justo encima de esta parte estaba el radio: una franja con ribete dorado que exhibía una secuencia de números, con sus perillas correspondientes, también de color dorado. Era un lujo. En la parte de arriba la disposición era la clásica: dos compartimientos situados en los extremos; el izquierdo para alojar los discos que se pretendían escuchar y el derecho para colocar los que ya habían sido pasados por la aguja. En medio, la mítica tornamesa, porque entonces todo giraba en torno a ella. Olvidé mencionar que a un lado de los espacios para colocar los discos se extendían dos pequeños estantes que después pude constatar que servían para algo importantísimo y fundamental: ahí descansaban los cocteles.
La casa tenía una arquitectura, una disposición y desarrollo horrendo. Era impráctica. Desde fuera notabas lo siguiente; del lado derecho, una cochera alargada y estrecha donde apenas cabían dos carros. A un lado se aprecia un jardincillo que nomás no viene al caso porque ni funcionaba como tal y las plantas que crecían allí vivían desahuciadas y sin comprender por qué mierda estaban siendo castigadas. En medio había un porchecito bien pequeñito y minúsculo él –y particularmente incómodo– donde se apretujaba un juego de mecedoras de metal con su ridícula mesita. Nunca vi gente usando tal composición.
Atrás de este espacio está la puerta que a veces se abre por sí sola y entonces se muestra una estructura laberintosa difícil de conjeturar. Es como un dibujo mal trazado por un despacho de arquitectos morbosos, drogados y sumidos en una extraña mezcla de depresión y euforia.
Bueno, hacia la derecha se aprecia una portezuela que conduce a un baño tan pequeño y mal hecho que si orinas te ensucias el pantalón. Salgamos de ahí. Siguen unas escaleras que llevan a las recámaras, sin más.
Regresemos a la puerta de entrada. Si caminas al lado contrario –la izquierda– notas un espacio rarísimo: una especie de pasillo inexplicable que termina en la sala. Y justamente ahí, en ese espacio rarísimo, está la consola. ¿Por qué mierda está la consola ahí y no en la sala? Me explico. Una sala es un sitio supuestamente diseñado para que la gente se reúna y la pase bien. Y una consola musical es un artefacto medular para sincronizar, conjeturar y catalizar una reunión social. Después de mucho tiempo entendí por qué.
Resulta que la familia por parte de mi papá no tiene oído musical. Absolutamente nadie en esa línea genética posee siquiera un atisbo de sensibilidad musical. Esa área del cerebro aparece en las radiografías como una mancha oscura, un trozo reseco y engarruñado, una concreción carbonizada, estéril, muerta.
Por tal razón, la consola no es un elemento de cohesión ni de diversión o estímulo en la familia. Por eso mi tía colocó la consola de manera estratégica en el sitio más alienado de la de por sí arquitectónicamente desatinada y fallida casa. De hecho, en las reuniones familiares, la música nunca fue un elemento ni presencial ni protagonístico; lo importante siempre fue –y sospecho que será– que nosotros, los Herrera, nos reunimos para hablar y escucharnos a nosotros mismos.
Sin embargo, a mis 11 años descubrí en ese aparato un mundo increíble.
Como a nadie le importaba el chingado aparato, me lo apropié. De esa manera disfruté a Frank Sinatra, las sinfonías de Beethoven, un raro disco de huapangos huastecos de los Cantores del Pánuco, a Vicente Fernández, los hermanos Martínez Gil, Miles Davis y un disco en vivo de Elvis.
Mientras pasaba horas sentado en el suelo frente a la consola, mesmerizado con la música, veía a mi tía pasar de un lado a otro, con una taza de café en la mano, dándole ruidosos y brevísimos sorbos, intentando de alguna manera sacarle placer a la música, pero su mente, distraída y envuelta en quién sabe qué recuerdos o extrañas conjeturas y cosas, no era capaz de captar una sola nota musical, y así se la pasaba, deambulando por aquella descojonada casa, esforzándose por apreciar la música, pero gozando discretamente del silencio.
Quienes tenemos la cabeza saturada de música, de ruidos y de voces nos es tan difícil –casi imposible– vivir, comprender y concebir el silencio. Por eso el silencio para nosotros es una rareza, algo tan preciado.
Mi tía compró la consola porque para ella representaba un símbolo de estatus, un mueble exótico que generaba un sonido que ella no entendía, sonidos melódicos que nunca iba a poder dibujar en su mente ni disfrutar.
Muchos, pero muchos años después, con la llegada de la era digital, aquel adefesio se fue con otros desvencijados y melancólicos muebles a una casa de antigüedades. Con todo y el montón de discos sin abrir.
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