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  • Paulina Lavista en sus 80: “No me interesan los premios, solo que trascienda mi obra”

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Paulina Lavista. En 2013, el Sistema Nacional de Fototecas del INAH le otorgó la Medalla al Mérito Fotográfico. (Foto: Octavio Hoyos)

Irreverente, cronista del México urbano y guardiana de múltiples archivos familiares, la fotógrafa repasa su carrera, su libertad y sus batallas en un país que no siempre la reconoció.

El Mambo No. 8 se escucha a todo volumen hasta la calle: “Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho ¡mamboooo!” La fotógrafa Paulina Lavista baila en su sala, acaba de cumplir 80 años, pero mueve los hombros como si tuviera quince. Da vueltas, se contonea, forma figuras en el aire con el humo del cigarro mentolado que tiene en las manos. Ese es “el espectáculo Paulina Lavista”, como alguna vez la definió el escritor Jorge F. Hernández, con todo y su “sentido ontológico de la risa”, como dijo Alejandro Rossi.

De joven, cuenta que le hacían rueda para que bailara rumba. Divertía a todos con la imitación que hacía de su papá Raúl Lavista y entretenía a la gente con sus chistes, aunque Salvador Elizondo —su marido— se enojara. “Así es mi carácter, siempre he sido muy payasa”, dice la artista. Prueba de ello, una famosa fotografía en la que aparecen Joy Laville, Ignacio Toscano y Manuel Felguérez boquiabiertos ante su presencia.

Paulina Lavista nació en el seno de una familia de artistas. Ha incursionado en el modelaje, la producción de comerciales, documentales y el cine. En su carrera de más de sesenta años ha destacado por sus retratos de escritores e intelectuales, por su serie de ajolotes, sus fototextos y sus desnudos de vedetes, sin olvidar sus icónicas fotos de Borges en Teotihuacan.

Al principio no sabía nada —admite—, pero fue aprendiendo cómo funcionaba la luz, tirando para adelante. Algunas veces le salían las fotos y otras no, incluso ha tenido que repetir sus sesiones, “pero así es esto”, dice. Al cumplir quince años su mamá contrató a la fotógrafa Ursula Bernard para que la retratara. “La recuerdo como una fotógrafa muy fuerte, era como una valquiria con sus cámaras, y para llegar a ser como ella tuve que ir paso a pasito”.

Le tocó la época en que estaba de moda retratar el México indígena y sin embargo retrató al México urbano. ¿Por qué?

Creo que sigue estando de moda, aún se fotografían las fiestas populares y lo autóctono. En ese momento, era más porque estaban los grandes exponentes como don Manuel [Álvarez Bravo]. A mí me encantaba la ciudad y ahí me quedé, quizá fui cobarde.

¿Por qué cobarde?

Ahí vivía y no me salí de ahí. Además, yo quería capturar el art déco y otras cosas que también estaban de moda en esa época. Salvador y yo vivíamos en el Parque México. Para mí todo era un descubrimiento a su lado, hacíamos tours por la ciudad, nos íbamos a Santa María de la Ribera a fotografiar las ventanas. Pensábamos que el campo era para ir de vez en cuando. Una vez fuimos al rancho de mi suegro, llevamos máquina de escribir, papel, cosas para trabajar porque pensábamos estar dos meses. Al tercer día ya no aguantábamos y regresamos a la ciudad.

¿Cree que en su gusto por lo urbano influyó el cosmopolitismo en el que se crió?

Absolutamente. Soy una mujer cosmopolita. Tuve un papá intelectual, que hacía la música de las películas y adoraba a Wagner, a Debussy, a Beethoven. Mi madre era pintora, mi esposo era escritor, me crié entre artistas.

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Paulina Lavista tiene dos gatos: Fru Fru, que se aparece a cada rato maullando, lamiendo sus patas o frotándose contra nuestros pies, y Biscuit, a quien no conocemos porque es muy tímida. “Ella es gorda y medio siamés, va a salir hasta que no haya nadie. El otro es genial. Llora en las mañanas para que le abra la ventana y después de que se cansa de estar viendo pasar a la gente me viene a avisar para que le cierre. Lo malo es que me trae muchos pajaritos muertos”.

Su casa es una fortaleza de recuerdos. Está escondida entre las calles húmedas de la colonia Del Carmen en Coyoacán. Vive inundada de archiveros, libreros, discos de vinil, casetes, los cuadros de su madre, recortes de periódicos y fotografías que guarda en sobres color manila en los que escribe con plumón negro: “Estas NO son fotos de Paulina”.

Usted tiene muchos archivos a su resguardo, ¿cómo le hace?

Tengo la fortuna de cuidar muchos archivos: el de Raúl Lavista, mi padre; el de Salvador Elizondo, mi marido; el de mi madre, la pintora Helen Lavista; y el de mi suegro, Salvador Elizondo Pani, que fundó los Estudios CLASA (Cinematográfica Latinoamericana, S.A.), gran productor de la Época de Oro, quien además fue diplomático en la Alemania de 1936, y, como era fotógrafo aficionado, hizo fotos maravillosas ¡en pleno nazismo, imagínese!

Y si usted cuida el archivo de todos, ¿quién ve por el suyo?

Ese es mi problema, que no sé qué voy a hacer con él. En México, los archivos se los roban, los saquean, sé que en la Fototeca han saqueado negativos de Nacho López y Tina Modotti. Supongo que tendré que mandarlo a Estados Unidos, pero aún no decido.

¿Entonces su archivo corre riesgo?

Creo que sí, pero quién lo va a manejar, a quién se lo dejo.

Fotografías de Paulina Lavista
Paulina Lavista muestra los negativos de su archivo fotográfico. (Foto: Octavio Hoyos)

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Raúl Lavista musicalizó más de trescientos películas de la Época de Oro del cine nacional, fue un personaje célebre de la cultura y el espectáculo del siglo XX. Sin embargo, Paulina Lavista solo lo veía pasar. “Me decía: hola mijita, me daba un beso y se iba. Pero yo me daba cuenta de que él era importante porque pasaban sus películas en televisión y él salía en los créditos”.

¿Usted era consciente de que su vida no era como la de otras niñas?

Sí, porque mis papás eran artistas y estaban en lo suyo. Fui muy feliz, no me obligaban a nada, ni siquiera sabían en qué año escolar iba. Era libre siempre y cuando cumpliera con las reglas de urbanidad.

Sé que tuvo una etapa muy fiestera. ¿Cómo le hizo para no perder el rumbo?

Era muy fiestera, iba a unas rumbeadas ¡padrísimas! Comencé mi juventud con Elvis Presley, que era fantástico, y todos bailábamos rock and roll en las fiestas, pero llegó un momento en el que Ernesto de la Peña y mi papá comenzaron a enseñarme la música clásica y, aunque amo lo popular, me absorbió ese otro mundo. Prefería quedarme a oír un ciclo de Beethoven. Recuerdo un viaje que hicimos a Alemania cuando tenía veinte años. En el periódico apareció: “Veinte mil personas fueron ayer a recibir a los Beatles”, y yo no sabía quiénes eran.

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Paulina Lavista quiso ser fotógrafa desde muy temprano; sin embargo, comenzó su carrera como modelo de comerciales. “Fue en la época en la que la industria del cine nacional tuvo un decaimiento y mi padre sufrió una crisis económica. Entonces salía en los comerciales promocionando el refresco Mirinda. Recuerdo que me pintaba el cabello de anaranjado y salía bailando, pero lo importante es que podía ganar mi propio dinero”.

¿Qué tan importante era esa libertad económica para una mujer?

Fue fundamental, con el dinero que ganaba podía comprar mis propias cosas.

Sé que Salvador Elizondo fue el primero que la contrató como fotógrafa, ¿no es así?

Así es, me buscó para que le hiciera unos retratos, pero yo no tenía cámara, me prestaron una con la condición de acompañarme porque tenía fama de mujeriego y drogadicto por Farabeuf. Cuando fui a entregárselas y a recibir el pago, mi papá fue conmigo.

Elena Poniatowska cuenta que la acompañaban para cuidarla en sus entrevistas. Era difícil para las mujeres.

No era fácil, porque el acoso sexual podía ser muy grande y una tenía que cuidarse. A mí me decían cosas, pero no me dejé nunca, quizá por la educación de mis padres, pero cuando un hombre me decía vente a mi departamento yo decía: no, no y no.

La fotógrafa mexicana Paulina Lavista.
"He hecho cosas interesantes, el problema es que no hay un catálogo de mi obra". (Foto: Octavio Hoyos)

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Paulina Lavista es una bala, fuma cigarro tras cigarro porque se pone nerviosa. Pasa de un tema a otro y regresa como un péndulo. Aunque hagas preguntas concretas, inevitablemente se desvía. A menudo tiene que detenerse y exclamar: “¿Y qué estaba diciendo?, ¿dónde estábamos?” Después de su incursión como modelo, se dedicó a la producción de comerciales hasta que pudo comprarse una cámara a tres meses sin intereses, una Nikon de un solo lente, “un ochenta y cinco”, que le permitía tomar aspectos urbanos sin que la notaran. Para ella, que era aún muy joven, comprarse su propio instrumento de trabajo fue una libertad absoluta, tanto que durmió con ella las primeras noches.

Usted ganó reconocimiento por sus fototextos.

Eso se lo debo a Salvador. Ambos teníamos una extraordinaria relación de trabajo. Si no venía nadie cerrábamos el departamento, él se iba a escribir y yo al cuarto oscuro. Luego nos veíamos en la noche a enseñarnos lo que habíamos hecho en el día.

¿Qué son los fototextos?

Son como historietas con un principio, desarrollo y fin, no cinematográfico sino visual, acomodado en la página. Hice el primer fototexto para el número 6 de la revista Artes Visuales que le dieron a dirigir a Salvador. Retraté a una pareja que discutía en el Parque México. Eso es lo más moderno que he hecho porque he logrado articular la foto en la página sin que me importe el principal problema del artista, que es la página en blanco.

Ha dicho que la edición es la clave. Es famosa su anécdota en la que borró la papada de Octavio Paz con un pincel.

Eso me lo enseñó Kati Horna. Le ponía agua a mi pincel para diluir el gris, porque si usaba negro se manchaba. Siempre fui muy buena con el pincel. Cuando me pedían retratos hacía concesiones. Si era mujer le echaba una pincelada en la cintura para que se viera más delgada y me adoraban.

¿Cómo convivió con su generación de fotógrafas?

Me hicieron muchas barbaridades, pero tuvimos momentos importantes como la creación del Foro de Arte Contemporáneo. Don Manuel nos metió al Salón de la Plástica Mexicana. Entramos Graciela [Iturbide], [Enrique] Bostelmann, [Antonio] Reynoso y yo, pero, como el Salón estaba muy acartonado, nos rebelamos e inauguramos ese foro con la idea de trabajar entre nosotros. He hecho cosas interesantes, el problema es que no hay un catálogo de mi obra.

Justo a eso quería llegar. ¿Por qué no hay un libro monográfico sobre usted?

Un poco por pudor, porque pensé que Salvador es más importante que yo y porque se me han caído varios libros, además de que he tenido muchos problemas con mis colegas. Por ejemplo, la serie Río de luz surgió en una cena en casa de Alejandro Rossi. Jaime García Terrés era director del Fondo de Cultura Económica y a alguien se le ocurrió hacer la serie de libros. Al día siguiente nos llamamos entre todos y cuando llevé el mío [Pablo] Ortiz Monasterio y Álvarez Bravo lo rechazaron. Quedé muy ofendida porque me trataron muy mal.

¿Nunca pensó en la autopublicación?

Hice el catálogo Danza sacra o profana (2004). Me dieron una beca de Conaculta y mandé a hacer trescientos ejemplares en la imprenta. Esa beca de la que ahora soy creadora emérita tuve que pelearla porque me la negaron muchas veces.

¿A qué cree que se haya debido?

No lo sé, envidias o qué sé. Una vez vino el curador del Museo Nacional de Estocolmo, me dijo: “Por qué me dieron su nombre hasta el final, si me encanta su trabajo”. Se llevaron las fotos y en la exposición me dieron un gran espacio. Pero no hubo cercanía, cuando se formó el Consejo Mexicano de la Fotografía no me invitaron. Solo una vez expuse en el Centro de la Imagen y nunca en el MAF [Museo Archivo de la Fotografía].

¿Cree que todos esos pisotones se deben a que es mujer?

Creo que la mujer ha podido muy bien. Creo que fue un poco el lugar que tenía con Salvador. Mi satisfacción no es tener un libro sino haber hecho mi obra.

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La fotógrafa irreverente, fumadora y bailarina guarda entre sus archivos cinco mil negativos con los reportajes de las vedetes que hizo para la revista Su Otro Yo entre 1973 y 1983, casi noventa portadas de las mujeres de la noche: Lyn May, Sasha Montenegro, Olga Breeskin, Princesa Yamal, Meche Carreño, Rossy Mendoza, que esperan algún día convertirse en un libro. “La revista fue un éxito, se vendía sin anuncios porque [Vicente] Ortega Colunga tuvo la idea de incluir un póster, que veíamos pegado en los talleres mecánicos, en las tlapalerías”.

Usted ha dicho: “Con esas fotos pude explorar el erotismo para un público al que hacía soñar”.

Ese era el chiste, darle al pueblo mujeres con las que pudiera soñar. La revista no tenía licitud y un día me habló Ortega Colunga y me dijo: “Nos llamó el secretario de Educación, nos quieren quitar la revista, vaya usted para defenderla”. Cuando entré, le dije: “Señor secretario, como gobernante lo más importante es darle pan y circo al pueblo. Este es el circo, déjenos seguir haciéndola”. Salimos con el permiso.

¿Cree que es diferente la mirada del desnudo femenino hecho por otra mujer?

Claro. Era más fácil porque no había ese sentimiento de morbo, yo les ponía las poses y las cuidaba. Mi aliado fue un difusor muy suave porque había que borrar la celulitis, las cicatrices. Ese fue mi éxito.

Me divierte que pasó de retratar mujeres desnudas a hacer retratos de hombres de traje en el Colegio Nacional.

Es lo que fue saliendo. Son trabajos para vivir, pero son extraordinarios. El último retrato que hice fue en 2018, un gran formato para los eméritos de la Facultad de Medicina.

La Medalla al Mérito Fotográfico que recibió en 2013 fue un gran reconocimiento.

Ese y el Tlacuilo de Oro que me dio el Salón de la Plástica Mexicana son mis mejores reconocimientos. Pero no piense que busco premios. No me interesan, solo la obra y que esa obra trascienda, que me siga dando la satisfacción de crear.

AQ

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