Recorro con asombro la retrospectiva Ai, Rebel. The Art and Activism of Ai Weiwei, en el Museo de Arte de Seattle, que conjunta los últimos cuarenta años de la obra del nacido en Pekín en 1957, año del Gallo, mi exacto contemporáneo. Ai ha sido una presencia constante en la cultura de esas cuatro décadas, a estas alturas no necesita mayor presentación —en México es mayormente conocido por la onomatopeya de su nombre ("ay güey, güey")—. Contemplar de golpe y en un solo recinto todo lo que ha hecho Ai en este tiempo en los campos del arte y el activismo social llama de verdad al asombro. Lo llamo yo "el chino mágico". Todo lo que toca, bien sea para destruirlo, o "re-construirlo", lo convierte en alguna forma de arte, aunque "arte" tal vez no sea la palabra adecuada, el concepto le quedó pequeño a Ai Weiwei, así que se dedicó a expandirlo. El universo del "arte", o como se quiera llamar a todo esto que hace Ai, extendió su límite, estalló en todas direcciones, una de ellas, el "arte conceptual".
Desde ahí decretó Ai Weiwei que el acto de romper una urna de la dinastía Han era "arte", y así fue. O que otra urna antigua, pero con el logo de "Coca Cola" a todo lo largo, también era arte, y nadie dijo nada, eran "conceptos". Sentenció que una silla que no sirve para sentarse, de patas contra la pared, o un autorretrato hecho con piezas de "lego", eran obras de arte, y aquí lo tienes. Un racimo de 42 bicicletas (Forever Bicycles, 2003), podía llamarse "escultura" —¿por qué no?, ya lo había hecho desde 1983 el mexicano Gabriel Orozco, otro "conceptualista"—; y lo mismo podía ser "escultura" una tonelada de semillas de girasol (Sunflower Seeds, 2010).

Las seis "piezas" a que me refiero en el anterior párrafo —y otras 124, de la más grande variedad, de los más distintos materiales, madera, acero, mármol— pueden verse en la exposición de este artista multidimensional, aunque tal vez lo de "artista", en su caso, no sea tampoco la palabra correcta, el término le quedó pequeño al rebelde Ai, que, ante lo reductor de la palabra, ha tenido que desdoblarse como poeta, arquitecto, curador, urbanista, ceramista, coleccionista, anticuario, editor, fotógrafo, director de documentales, "bloggero", "twittero", y cuantimás le proponga a futuro la nueva tecnología; veremos qué hace Ai con la "IA", seguramente encontrará un gran territorio para sus conceptos.

La exposición en Seattle, la más grande y completa que se le ha hecho en EU, resalta desde su título la parte del activismo político de Ai, tan importante en su currículo. Él mismo se define como "artista y activista social", a partes iguales. Sus críticas al gobierno de la República Popular de China condujeron al acoso y a un arresto de tres meses, en 2011, por supuesta "evasión fiscal". En la exposición, Ai reproduce al detalle la diminuta celda de paredes acolchonadas donde estuvo bajo arresto esos 81 días, esposado a una silla, interrogado diariamente, bajo una luz cegadora (lo cuenta en uno de sus "videos"). Se autoexilió después de esta experiencia, y hoy vive, con su esposa, Lu Qing, e hijo, Ai Lao, entre Inglaterra, Portugal y su estudio en Berlín, un hombre sin hogar.

Ai emigró por primera vez a Estados Unidos, como "estudiante de cine", en 1981. Estuvo doce años en el entorno bohemio de Greenwich Village, época de aprendizaje para el muchacho llegado de China comunista, con tres palabras de inglés; descubrió a Marcel Duchamp en el museo de Filadelfia, su primera parada en EEUU, y ante su célebre mingitorio (La fuente), supo que ahí terminaba el arte "occidental"; luego cayó bajo el embrujo de Andy Warhol en Nueva York; conoció a Basquiat y Keith Haring; en la Parsons School of Design, fue discípulo del pintor irlandés Sean Scully. Visitaba a Allen Ginsberg, el escritor "beat" que también fue, años atrás, amigo de su padre, Ai Qing, otro reconocido poeta (1910-1996). En Manhattan, Ai se ganaba la vida dibujando a los turistas en Times Square, como se ve en una fotografía de 1988.
Empezó por pintar al óleo, pero no soportó el olor del aceite y aguarrás, así que tuvo que inventarse otro lenguaje. En esta primera etapa neoyorquina, Ai se inspira en "dadaístas" y surrealistas, como Salvador Dalí o Meret Oppenheim: un par de zapatos de caballero cosido por los talones (One Manshoe, 1987); una gabardina militar con un condón colgado de la entrepierna (Safe Sex, 1988), su comentario sobre la epidemia de "sida" y el "sexo seguro", una pieza que proviene de su primera exposición en EEUU, en una galería del barrio de Soho.

Ai regresó en 1993 a una China muy diferente; él mismo una persona muy diferente de la que se había marchado a EEUU doce años antes, regresaba un chino occidentalizado, conocía la libertad artística y de pensamiento. Se abrió otra etapa de su camino. En Pekín, se encontraba en el lugar correcto y en el momento correcto, cuando su país se abría al mundo, y el mundo se abría a China, la represión estudiantil de la Plaza Tiananmen en 1989, que nuestro artista vio por CNN en Nueva York, era cosa del pasado, aunque siguiera la represión.

Ai Weiwei se convirtió en el emblema artístico de la nueva China moderna y "globalizada", también su feroz crítico, todo un acto de equilibrio. Fue "asesor artístico" del impresionante estadio que se construyó para las Olimpiadas de Pekín de 2006 —The Bird’s Nest—; llegó a ser el chino más famoso, al grado que, según lo cuenta sin falsa modestia en su reciente autobiografía, su taller en el suburbio de Caochangdi, al noroeste de Pekín, se volvió una parada en el circuito turístico, "como la Gran Muralla o los guerreros de terracota" (de Xi’an).

Ai aprovechó su estatura para criticar al sistema autoritario de su país, en particular lo referente a derechos humanos y libertad de expresión. Comenzó con lo que él llama "little acts of mischief", "pequeñas travesuras", como reventar urnas antiguas; pintarle el dedo medio, o sea "fuck you", al retrato de Mao en la Ciudad Prohibida, o fotografiar a su novia enseñando los calzones en la Plaza Tiananmen — "travesuras" que no eran del agrado de un régimen que no entendía de ironías o del sentido del humor—. Otra de sus "travesuras" —ésta más seria— fue su "investigación ciudadana" sobre el terremoto en la provincia de Sichuan, en 2008, que develó la corrupción y manipulación del gobierno chino ante esta tragedia que dejó 90,000 muertos, seis mil de ellos niños. Claro que el gobierno chino tenía "otros datos"… y otra manera, muy irresponsable, de construir inmuebles. La pieza Snake Ceiling es, como dice su nombre, una serpiente que atraviesa el techo del museo, sí, OK, realizada con 857 "backpacks" de niños muertos bajo las ruinas de una escuela mal construida en la ciudad de Chengdu, capital de Sichuan.

Ai cuenta su transición de artista a activista en su autobiografía, que en inglés se llama 1000 Years of Joys and Sorrows —Mil años de alegrías y penas—, título tomado de un poema de su padre, el antes mencionado Ai Qing, un poeta de gran prestigio en China, becario juvenil en París, amigo de Pablo Neruda, de Ginsberg, comunista de la primera hora —sin embargo se le acusó de "derechista" durante la "revolución cultural", y fue exiliado en 1958 a un campo de trabajo —o de "reeducación"— en Heilongjiang, en el extremo noroeste del país, donde lo pusieron a lavar las letrinas, literalmente. Ai Weiwei pasó su primera infancia en esa "pequeña Siberia" del régimen chino, trae la disidencia en las venas, y su interés por los derechos humanos también le viene de nacimiento, de ver a su padre levantar tanta caca. Cuando define a su arte, lo hace así: "una astilla en el ojo, una espina en el costado, una piedra en el zapato".
Esta retrospectiva del rebelde Ai Weiwei, quien a últimas ha dirigido su activismo hacia la ecología y los flujos migratorios, termina el 7 de septiembre, en el Museo de Arte de Seattle. Si anda de pata de perro por esos rumbos, no se la pierda.
AQ