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Husos y costumbres

La autora recuerda con fascinación el departamento de su abuela, lleno de misterios, entre costureras, un enigmático señor Flores, fantasmas nocturnos y detalles entrañables de su infancia.

De niña, los adultos te resultan tan feos, que cualquier posibilidad de romance entre ellos da vértigo. Tal era el caso de la abuela y el señor Flores, que a menudo me encontraba yo esperándola, con su traje negro que se le ajustaba en los tobillos debido a cierta gordura. Me recordaba, de manera inevitable, al varón de la parejita de muñecos vestidos de baturros que los tíos de España nos enviaban.

Era un hombre un poco calvo, sin mayor chiste que ser el señor Flores y al que anunciaban así, como un versito. Se sentaba en un sillón a esperar a la abuela, de la que, creía yo, estaba enamorado. ¿Llegaría a bailar con ella al son de la canción italiana que escuché un día en su departamento y decía “accarezzami…”, junto a su vitrina con figuras de Lladró y muñequitos? El catalán de la abuela no se llevaba con el señor Flores, que no lo hablaba, pues el núcleo de su relación no era, como yo podía creer, amoroso; menos mal, ahora que lo pienso. ¿Sería un mensajero de alguna organización, un camarada secreto? No, me dice mi hermana, era algo más banal, un mandadero, dado que la abuela cosía ropa y tenía un taller con costureras en el comedor de su departamento. El lugar era fascinante: la charla de las costureras dando puntadas en la mesa del comedor, la sala con el tocadiscos, la vitrina y el televisor donde en las tardes mi hermano Jordi veía Combate con un casco y una bazuca de plástico y una habitación, pequeña, con la puerta vidriera que daba a un balcón y donde se hallaba el retrato del abuelo. La abuela era viuda y nos decía que el fantasma del abuelo la visitaba en las noches; se sentaba en la cama y conversaban. También contó que una enorme mariposa negra pasó una noche entera golpeando contra los vidrios de su ventana. Mucho tiempo pensé que la mariposa era mi abuelo. En los tres espacios —más la cocina muy pequeña que olía a pan tostado y aceite de oliva, y la habitación de la abuela— creía que había un misterio que, por mi edad, no entendía.

¿Por qué el departamento de la abuela se relacionaría con la mercería del barrio que se llamaba La Barata? Seguramente ahí compraba la abuela hilos, agujas y dedales para su labor meticulosa. Le cosió una blusa a María Félix que debe de haber sido elegantísima. Pero La Barata tenía algo más: un mueble de revistas, patrones de costura y libros, por lo general novelas populares, rosas para las clientas, que me causaba fascinación. De la pequeña librería de La Barata vuelvo a la vitrina de la sala de la abuela. Un aire particular femenino se encuentra ahí: la novela romántica, las blusas, el fantasma del abuelo, las mariposas negras. Y el señor Flores sentado en el sillón, esperando.

AQ

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Ana García Bergua
  • Ana García Bergua
  • Autora de novela, cuento y crónica. Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte, Premio Sor Juana Inés de la Cruz 2013 por La bomba de San José y Premio Nacional de Narrativa Colima 2016 por La tormenta hindú. Recientemente publicó Leer en los aviones y Waikikí, junto con Alfredo Núñez Lanz.
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Laberinto es una marca de Milenio. Todos los derechos reservados.  Más notas en: https://www.milenio.com/cultura/laberinto
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