Ace Frehley tenía una deuda impagable con su espíritu guardián. Para muestra están los incontables accidentes, tropelías, contingencias o el raudal de estupideces que el ex guitarrista de Kiss sufrió o cometió en el pináculo de la fama y la riqueza. Su libro testimonial No Regrets (coescrito con Joe Layden y John Ostrosky y editado por Simon & Schuster en 2012) es una amplia colección de gansadas e imprudencias que lo orillaron a abandonar la banda que cimbró a los fans del rock debido a su extravagante disfraz, maquillaje y los teatrales espectáculos en vivo, que los hizo millonarios a finales de la década de 1970.
No Regrets (Sin lamentos) es una reminiscencia cínica y jocosa del camino de los excesos que eligió, y por supuesto, sin pena ni remordimientos, pues insiste en cada página que su vida en aquella época era la que un perfecto rockstar tiene la obligación de transitar. Ace Frehley, el Spaceman, fue la oveja negra que nunca falta en una banda. Alcohólico y hechizado por la cocaína, que apodaba con regocijo Betty White, se arrogó el papel de mala influencia para el baterista Peter Criss, con quien hizo mancuerna en contra de Gene Simmons y Paul Stanley a fin de sabotear al grupo que, a su juicio, fue una copia o alter ego de los Beatles: Simmons y Stanley eran como Lennon y McCartney, Criss fungía como un Ringo Starr y él, obviamente, ocupaba el estatus de George Harrison. Así de incomprendido y ávido de notoriedad se sentía el hijo de inmigrantes germanos, al que le disgustaba la sobriedad (vaya paradoja), la disciplina (otra paradoja) y el voraz plan de negocios de los líderes.
Frehley se salvó una y otra vez de las desgracias. Cuando se hizo adicto a Betty White, a su dealer, un tal Geoff y supuesto mercenario en Sudamérica, lo asesinaron de un tiro en la cabeza junto con su novia. Ese mismo día, Frehley había acordado una compra pero la resaca y las obligaciones con la banda le impidieron acudir. En 1976, al comenzar el show en el Centro Cívico de Lakeland, Florida, se electrocutó. La cosa era que, debido a las enormes plataformas de los zapatos que llevaban, él tenía que apoyarse en la baranda para bajar al escenario. Su guitarra, mal conectada y sin tierra física, reaccionó al toque del metal, por lo que una descarga le quemó los dedos, lanzándolo al vacío. No obstante, el porrazo no lo escarmentó. Escuchar al público exigiendo su presencia lo colmó de adrenalina, por lo que subió a tocar pensando en las groupies con las que iba a armar la fiesta tras el concierto.
También se lio a golpes en un bar de motociclistas en las afueras de Mississippi, por flirtear con la novia de un biker salvaje; llevó una orgía hasta sus últimas consecuencias, pues una groupie estuvo a punto de morir por el golpe accidental con un palo de golf que le propinó Don Wasley, vicepresidente artístico de Casablanca Records, e ideó un juego imbécil en un cuarto de hotel: lanzar el mobiliario de la habitación por la ventana. Lámparas, ceniceros, televisión, burós, sofás. El espíritu guardián evitó que a ningún transeúnte le cayera un trasto en la cabeza.
Frehley estuvo a punto de morir ahogado en dos ocasiones: en una alberca, totalmente borracho y con el organismo a tope de la señorita White. Adormecido a punta de somníferos en la tina de una suite. En ambos episodios lo salvó su peor enemigo, Gene Simmons, el demonio que escupía fuego y expectoraba sangre en los conciertos, el líder siempre sobrio de los legendarios Kiss.
Frehley sobrevivió a choques de autos, sobredosis y otros precipicios, hasta que agotó su crédito con el ente protector: ya no lo salvó de la caída del 25 de septiembre en su estudio ni de la hemorragia cerebral. Veintiún días después lo desconectaron del respirador. Posiblemente se marchó ejecutando un requinto interminable, mientras su mente disolvía noches nieve y whisky bailando en el Studio 54 con Lindsey Wagner (la Mujer Biónica) o pidiéndole otro trago al barman del Café Central de Nueva York. Ese joven cantinero era Bruce Willis.
AQ / MCB