Cultura

Narcos sin empanadas: Acapulco después de OTIS en un relato de Claudia Marcucetti Pascoli

Narrativa

Este relato forma parte de la antología de cuento y crónica ‘Acapulco después de OTIS’*. Los recursos obtenidos por la venta del libro se destinarán a la restauración y equipamiento de la Biblioteca Municipal Número 22. Alfonso G. Alarcón, ubicada en

Volví a Acapulco algunos meses después del fenómeno climático que, contra toda previsión y dos horas antes de entrar a la bahía, se convirtió en un huracán de categoría cinco. Fue un evento derivado en una tragedia que dejó el puerto donde tantas aventuras he vivido —ya en una situación lamentable a causa del narco, de gobiernos oportunistas y habitantes víctimas de sus circunstancias— en un desastre sin igual.

No tenía intención en esta visita de salir de la casa de mi anfitriona en Playa Guitarrón, donde aún había bastante trabajo por hacer. Los residuos de las palapas destrozadas y de los deslaves estaban siendo retirados, al igual que los restos de las otrora altivas palmeras, extraídas de la tierra por la fuerza del meteorito como cosecha de zanahorias. Varios barcos continuaban arenados en la playa e incrustados en las rocas, sin que nadie supiera qué hacer con ellos.

A pesar de mis rémoras, y de sus más de ochenta años, la temeraria mujer que me había invitado, seguramente cansada del ajetreo de la reconstrucción, insistió en que fuéramos a comer a la laguna de Coyuca: —Para que veas con tus ojos cómo está todo, alegó. Me pareció una pésima idea, pues había yo visto decenas de videos, había apoyado materialmente a cuantos pude y estaba convencida de que en una tragedia de semejante magnitud, mucho ayuda él que no estorba. Ella me convenció con el argumento de que la vida tenía que seguir y la gente necesitaba trabajar.

Ahí vamos. Yo al volante, a pesar de que últimamente solo conduzco bicicletas. En la calle no había semáforos, ni policía, ni guardia nacional, cuya presencia se concentraba en el aeropuerto, eso sí, había tantos destrozos que se me encogió el corazón.

Íbamos dejando atrás una costera carente de su alegría habitual, en la que ni siquiera el sol brillaba demasiado esa mañana, cuando la voz de mi amiga retumbó de contento en la bocina del celular:

—Buenos días don Chucho, ¿cómo está?… ¿Será que nos puede preparar un pescadito a la talla? —preguntó con evidentes ganas de volver a la normalidad.

En respuesta, el altavoz del aparato escupió un ataque de tos.

—Ando algo débil… —contestó al fin su interlocutor— pero siempre feliz de recibirla.

—¿Y eso?

—Me pegó duro el dengue… por suerte voy de salida.

—¿Dengue? Dijiste que no había dengue —exclamé alarmada y en tono bajo, con la intención de que el interpelado no me escuchara.

Al avanzar por una avenida que parecía de terracería de tanto polvo y lodo que la cubría, mi copiloto, que vivió las épocas doradas de Acapulco y lo conoce mejor que nadie, me contó que cerca de allí había una pista aérea, usada por los narcos para sus intercambios mercantiles. Conociéndola estoy segura de que no lo hacía para asustarme, pero lo lograba. La cuestión es que iba yo cada vez más nerviosa, mirando los pocos automóviles a mi alrededor con la misma sospecha con que sus pasajeros nos miraban a nosotras, mientras sentía que nos adentrábamos en territorios cada vez más peligrosos.

Por fin llegamos con Don Chucho, un chiringuito en el exacto punto donde el mar besa la laguna, que otrora fuera la delicia de las escapadas de tantos. Después de ser asediados por una turba de hombres de piel y expectativas curtidas, pues no habían visto turistas en meses, nos sentamos en una mesa cubierta por un mantel de plástico multicolor y bajo un techo de palma despelucada. Apenas terminamos el sabroso pescado y la conversación con Don Chucho se diluyó, fui a desparramarme a una hamaca cercana, con la intención de leer un rato.

No había avanzado ni una página cuando una música ensordecedora inundó el aire, provenía de un grupo de jóvenes, tatuados y perforados, que fueron a ocupar la mesa al lado de la nuestra, no sin antes estacionar su presuntuosa camioneta justo detrás de nuestro auto. Cargaban sus alcoholes en piñas decoradas con calaveras y banderillas y me pareció que escondían bultos en sus holgados trajes de baño. No eran muestras de virilidad, de eso estaba segura. Comencé a sudar y no era por el calor, ni por la excitación ni por el cambio hormonal.

Imaginaba la escena de una serie televisiva de narcos en la que llegaba el bando contrario a ajusticiar a los enemigos en su día de descanso. No seas paranoica, pensé, además, con la obstrucción vehicular de la cual éramos víctimas, y con la octogenaria roncando plácidamente en otra hamaca, salir de allí era más riesgoso que quedarse. Opté por pasar inadvertida, me coloqué los audífonos y, antes de reiniciar mi audiolibro en turno, apareció en mi teléfono —tan inteligente que es capaz de saber dónde estoy y qué necesito antes de que yo lo sepa— un recuerdo titulado Acapulco 2006. Curiosa, comencé la reproducción del video.

En la manoseada pantalla de mi celular se asomó un niño de labios carnosos, con collar de puka al cuello y la piel morena, iluminada por unos dientes tan blancos que me deslumbraron. Lo reconocí de inmediato: era ese jovencito que se había vuelto viral hace casi veinte años ya.

—¿Están listos? —resonó en mis oídos la alegre voz del protagonista de la grabación, que arrancó su discurso desde una sombrilla playera al oír una voz masculina otorgarle la palabra: —Imagínese usted que si en este momento dejara la canasta de empanadas a la deriva —dijo mientras señalaba el rompeolas del mar cercano— tendrían que esperar 86,400 segundos, que son los que conforman 24 horas, pensando en por qué no consumieron una empanada cuando, en tiempo y forma, tuvieron las últimas 23 órdenes a su total disposición. Habría sido un arma de doble filo ya que usted pudo consumir empanadas a la altura de su paladar y pudo haber apoyado a la economía de un “empanadero” simpático de Acapulco, con ganas de terminar la jornada a tempranas horas del día —admitió sin disminuir el entusiasmo de su sonrisa ni dejar de cargar al hombro el recipiente donde llevaba la mercancía—. Se le plantea garantía previa a la venta, para posteriormente cerrar un trato conveniente para las dos partes —continuó mostrando los dedos índice y medio en V— es decir, si usted degusta la calidad de esta empanada y no es lo suficientemente buena para satisfacer las necesidades de sus dos —y volvió a extender los mismos dedos— paladares, a continuación habría una devolución inmediata de su dinero. Partiendo de ahí, ¿no le parecería conveniente ceder al beneficio de la duda y poder degustar la calidad de mis empanadas para dar una crítica constructiva, si es que la hay? —Así terminaba su apología, suspirando y con la misma sonrisa que me cautivó la primera vez que vi el video, hace tanto tiempo ya.

—Pues sí, sí me gustaría —convino una voz de mujer que acompañaba al hombre detrás del smartphone y que apareció en mi pantalla en ese momento, mientras yo seguía con un ojo los acontecimientos desarrollándose en mi teléfono y con el otro a los ruidosos vecinos, que parecían estar a la espera de algo o de alguien.

—¿De cuántas docenas estamos hablando? —preguntó el niño en mi celular, sin soltar a los clientes que había convertido en presa, ni a mí que no podía dejar de mirarlo de tan hipnotizada me tenía su labia.

—Como de una… —contestó con un dejo de burla la señora oculta en el anonimato.

—La orden consta de tres piezas, ¿qué le parece, considerando que el contrato era originalmente de dos órdenes, si lo cerramos en cuatro? Así pueden ustedes empezar a abrir apetito en lo que llega la hora de la comida y volver a su lugar de residencia a contar que apoyaron a un “empanadero” que vendía con actitud… que hacía algo diferente a los demás…

—Me parecería bien, pero y ¿si te sigo pidiendo una sola empanada… para probarla? —aventuró la voz femenina, tal vez contagiada por el espíritu negociador del niño.

—Matemáticamente no nos convendría: porque yo sé que usted tiene buen corazón y por ese motivo no va a permitir que el caballero se quede viendo como come usted una empanada… y a mí se me separarían las órdenes y la cuenta no saldría bien al final del día.

¿Le tienes que entregar cuentas a alguien? —se apuró a averiguar el autor del video, mientras suavizaba la intrusiva pregunta añadiendo: –¿O las haces tú? ¿O tu mamá?

—Las hago yo, pero siempre hay que rendir cuentas a la madre.

Escuché a la mujer sofocar una risa divertida, mientras su acompañante continuaba con el interrogatorio y yo seguía encandilada con la inspiradora historia reproduciéndose a una pantalla de distancia:

—¿Cuántos años tienes?

—Quince —contestó el adolescente que todavía no parecía tal, la misma edad que debían tener los pandilleros a unos pasos de distancia, listos en sus posiciones.

—¡Qué bárbaro! —exclamó ella, seguramente recordando que lo único que los hijos de su mundo privilegiado sabían hacer a esa edad era reprobar de año o chocar el auto recién recibido.

—Usted podría sentirse bien el día de mañana recordando a aquel mercadólogo del futuro, a quien le compró empanadas cuando todavía vendía en la playa.

—Voy a decir —afirmó el interlocutor soltando una contenida carcajada— yo conocí a ese muchacho cuando aún era panadero —para entonces hasta yo estaba a punto de reírme, acompañando así las risotadas de los vecinos, que aumentaban en intensidad y frecuencia.

—Y podrá sentirse orgulloso de haber sembrado la semilla del futuro en un ciudadano de Acapulco.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó el hombre misterioso al empanadero.

—Francisco —dijo el niño, para agregar de inmediato un apellido del cual parecía sentirse orgulloso: —Orihuela Ramírez.

—Gracias, Francisco.

—Deberías de ir a Shark Tank, ¿has oído de ese programa? —preguntó la mujer.

—Lo he escuchado, pero como decía Martín Luther King: para subir una escalera primero hay que ir peldaño por peldaño. Y estas son relaciones públicas a nivel micro con el cliente.

La pantalla de mi teléfono oscureció, indicándome que la función había terminado. Para entonces me sentía más relajada, aunque seguía cuidándome de no cruzar miradas con los incómodos de al lado, así que cerré los ojos, puse mi música más fuerte que la de ellos y me abstraje pensando en la historia de Francisco Orihuela Ramírez, Paco para sus admiradores.

Gracias al vacacionista-no-identificado que, en la modorra de su tumbona y en el afán de demostrar que los mexicanos somos ingeniosos, compartió el video de la articulada estrategia de ventas de empanadas —después de que Paco había amenazado con repetírselo en inglés, en francés y hasta en alemán, con tal de que le comprara— esa grabación se había vuelto viral. Fue así como Paco se convirtió en el fenómeno acapulqueño de su época, con canal de Youtube propio, clases de mercadotecnia en Shark Tank y un website satírico proponiéndolo para ministro de finanzas. Todo antes de caer en el olvido, porque los seguidores pueden ser tan entusiastas con sus pasiones como crueles con sus abandonos, siempre listos para consumir el próximo fenómeno de las redes.

Recordé que había escrito sobre él, de tanto que me había gustado su caso. Un cuento acerca de aquel niño —de quince años entonces y que pudo haberse convertido en uno de los chavos banda que me asediaban en la inmediatez y que percibía cada vez más invasivos— un emprendedor que se levantaba a las siete de la mañana para hornear sus empanadas: de jamón con queso, la combinada, las de tiburón dietético y a veces las de plátano con leche, “comida de caché, no quesadillas” puntualizaba a sus entrevistadores. “Desayuno un Yakult y llego a la playa repitiéndome ‘voy a vender todo lo que preparé’, porque los negocios no son de suerte”, decía convencido: ‘hay que tener un plan’”.

Y al escuchar esta última frase me asaltó la paranoia. ¿Era yo una inconsciente por estar viendo viejos videos en vez de idear un plan para salir del sitio donde me sentía acorralada? Pensé en la única opción que me parecía posible: despertar a la amiga, pedirle a los ¿narcos? que por favor movieran su camioneta y largarnos antes de ser balaceadas por importunar al prójimo equivocado. Lista para llevar a cabo mi venturoso plan, abrí los ojos y vi a uno de los pandilleros venir hacia mí. Mi corazón palpitó enloquecido cuando leí en sus labios, de los cuales se asomaba un diente de oro, “¿quieres fiesta guerita?”. Presa del pánico, volví a cerrar los párpados apretándolos hasta quedar inmóvil o más bien paralizada. Cuando por fin me atreví a mirar, varios minutos después, la camioneta había desaparecido, al igual que la música y los indeseables. No tuve ni que despertar a la bella durmiente, pues ya había resuscitado, para pasar a retirarnos de ahí ilesas y sin hazañas comprometedoras de por medio.

Al poco tiempo de nuestra incursión playera y ya de vuelta a la capital, me enteré de que fue asesinado en Coyuca de Benítez uno de los candidatos a las elecciones por ese municipio. Fue en el evento del cierre de campaña, no muy lejos de donde habíamos retozado. Dos días después la viuda fue nominada sustituta, pero prefirió no presentarse a las urnas el día de la votación.

Al leer la noticia en primera plana, agradecí mi suerte, aunque Paco piense que no existe y añoré, ya no al Acapulco de Cantinflas o de Sinatra, sino al de las empanadas, el de los sueños y de la esperanza.

* En ‘Acapulco después de OTIS’ (Nitro/Press, 2025) escriben Eduardo Vázquez Martín, Citlali Guerrero, Roxana Cortés, Julián Herbert, Marxitania Ortega, Socorro Venegas, Antonio Ramos Revillas, Rocío Cerón, José Luis Zapata, Iris García Cuevas, Édgar Pérez, Luis Ricardo Palma de Jesús, José Miguel Galeana Robles, Venecia Albarrán Gervacio, Charlie Lara Ocampo, Bernardo Cecilio López Antonio, Verónica Zárate, Christopher del Valle, Edgardo Bermejo Mora, Líbana Nacif Heredia, Claudia Marcucetti Pascoli, Brenda Ríos, Astrid Paola Chavelas, Juan José Rodríguez, Vanessa Hernández, Ehekatl Arizmendi, Ana Clavel, Óscar Ricardo Muñoz Cano, Ethel Krauze y Juan Villoro. La portada es de Javier Verdín y las fotografías de Rogelio Cuéllar, Líbana Nacif Heredia y Vanessa Hernández.El libro se presentará el 29 de noviembre a las 19:00 en el Salón A del Área Internacional de la FIL de Guadalajara.

AQ / MCB

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Laberinto es una marca de Milenio. Todos los derechos reservados.  Más notas en: https://www.milenio.com/cultura/laberinto
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