La memoria aún palpita a cuarenta años del sismo del 19 de septiembre de 1985. Para quienes vivimos y sobrevivimos a uno de los episodios más devastadores que hemos registrado, la relación con nuestra ciudad cambió para siempre. Los rastros de aquella sacudida siguen visibles cuando uno transita por el Centro Histórico o la colonia Roma. Son las cicatrices, las marcas permanentes de una ciudad que en el lapso de dos minutos quedó prácticamente devastada. En su momento, los saldos reportaban 30 mil viviendas destruidas y 150 mil damnificados, pero el número de muertos no se concretó y “será ya para siempre un enigma”, como dijo Carlos Monsiváis. En nuestro imaginario perviven imágenes de edificios emblemáticos que colapsaron, como el Hotel Regis con su marquesina atravesada entre escombros. También regresan ciertas voces como la de Jacobo Zabludovsky que transmitía por radio mientras en su recorrido por las calles del Centro, con la voz entrecortada, anunciaba: “Esto es un paisaje de desastre”. La antena de Televisa, en Avenida Chapultepec, se había desplomado y poco después, cuando volvió la señal, lo que se nos presentó en la pantalla fue un escenario apocalíptico: el polvo de los derrumbes que se alzaba implacable, la gente corriendo despavorida entre escombros, el ulular de sirenas: patrullas, bomberos, ambulancias... Una y otra vez las escenas vuelven a la memoria.
Aquella mañana me encontraba en mi apartamento, situado en una esquina de Avenida Ejército Nacional, cerca del Club Mundet. Vivíamos en un noveno piso. Yo estaba dormitando cuando oí la voz de mi pareja gritar desde la regadera: “Está temblando, ve por los niños”. Tenían cuatro, cinco y siete años. Nos resguardamos, abrazados, bajo el marco de la puerta de la cocina. En silencio esperamos con angustia a que aquello terminara. A través del ventanal, frente a nosotros, vimos con espanto cómo chocaban los edificios al otro lado de la calle. El nuestro se cimbraba, crujía, y cuando por fin dejó de moverse, respiramos hondo y retomamos la rutina. Bajamos por la escalera. En el garage, mientras salíamos en auto rumbo a la escuela, alcancé a ver los altos muros de cemento agrietados en aquella torre de doce pisos. Dejé a mis hijos y me dirigí a casa de mis padres. Fue ahí cuando, a través de los noticieros, nos enteramos de la catástrofe. Mi padre salió de inmediato rumbo al Centro. Ya noche, lo vimos llegar descompuesto, el llanto lo ahogaba. Las noticias que trajo eran impactantes. En ese momento decidimos no volver más a nuestro noveno piso. Nos refugiamos aquí y allá hasta que un año después conseguimos mudarnos a un sitio en terreno plano. Hoy la alarma sísmica me provoca un golpe en el corazón. La escucho y pienso en aquella mañana de septiembre, en las personas cercanas que sufrieron pérdidas. Y, a pesar de todo, la memoria me devuelve también momentos emotivos, en particular, la solidaridad espontánea que se dio entre vecinos. Por primera vez la “sociedad civil” salió a la calle y tomó las riendas en medio del drama. Lo hizo con una organización sin precedentes. Algunos rescataban gente, removiendo piedras, lanzando cuerdas, surcando ruinas. Ahí estaban los “topos” y “La Pulga”, hombres valerosos que tenían la cualidad de arrastrarse y deslizar sus cuerpos entre fierros y cascajo para salvar a quienes quedaron atrapados en lo más profundo. Otros acopiaban y repartían agua y alimentos o auxiliaban a damnificados. Se inventaron códigos y señales. Algo que aún me conmueve son los rescatistas que alzaban el puño en un llamado al silencio para detectar si alguna voz se escuchaba entre escombros pidiendo auxilio. Juan Villoro lo consigna en el poema “Con el puño en alto”: El que levantó un puño/ para pedir silencio./ Los que le hicieron caso./ Los que levantaron el puño./ Los que levantaron el puño/ para escuchar/ si alguien vivía.
Numerosas crónicas dieron cuenta de los días que cimbraron a la ciudad: No sin nosotros. Los días del terremoto 1985-2005, de Carlos Monsiváis; Nada, nadie. Las voces del terremoto, de Elena Poniatowska; Ciudad quebrada, de Humberto Musacchio, entre otras. El trabajo de fotoperiodistas fue encomiable. Recuerdo a Ulises Castellanos, un chico de 17 años que salió con su cámara: “Fue mi primera experiencia con la muerte y la destrucción, el caos y la solidaridad”, diría. En Aquí nos tocó vivir, de Canal Once, Cristina Pacheco recorrió las calles para hablar con la gente, con las costureras afectadas. De ahí el libro Zona de desastre, publicado en 1986. A un año del sismo, dijo en su programa: “Aquel día marcó definitivamente la historia de los mexicanos, cambió el ritmo y el rumbo de la ciudad”.
El 19 de septiembre de 1985 quedó grabado en la memoria de cada habitante del entonces Distrito Federal, “esta ciudad en la que ha temblado siempre, pero donde cada temblor llega como si fuera el primero, pues la ciudad se empeña en olvidar sus tragedias”, escribió el periodista Héctor de Mauleón. Y es cierto. Si bien con el sismo quedaron al descubierto muchos vicios que obligaron a tomar medidas inmediatas, poco se ha hecho para remediar otros como la especulación inmobiliaria, el auge sin control de la industria de la construcción, la corrupción, la devastación ecológica. Todo eso persiste. La ciudad olvida sus tragedias, continúa con su ritmo incesante. No así sus habitantes, que cada año en esa fecha volvemos a las calles, porque rememorar es reconstruir, actualizar el pasado. La memoria es también un ejercicio de resiliencia que nos permite, a través de la narración, sobrevivir a la desgracia. Es por ello que compañeros y amigos entrañables de la comunidad cultural en distintos ámbitos, accedieron, solidarios, a narrar aquí sus experiencias y nos acompañan con un testimonio de lo vivido aquella mañana del 19 de septiembre de 1985.
¿Por quién doblan las campanas de Catedral?
Ana Clavel
El terremoto del 19 de septiembre de 1985 me sorprendió bañándome en un departamento de la colonia Anzures que compartía con una amiga y su pequeña hija. Era un edificio sólido de cinco pisos. Nosotras estábamos en el último. Me alistaba para ir a dar clase en el INAH, en cuya unidad de educación para adultos trabajaba a mis 23 años. Cada día nos tocaba un centro de trabajo diferente y ese en especial sería en Servicios Generales en la calle de Murillo, en Mixcoac. Lo primero que escuché cuando estaba en la regadera es que la puerta se movía lentamente y hacía ruido. Pensé de inmediato en la pequeña Rebeca que supuse jugaba a abrirla y cerrarla. De pronto las paredes se movieron y tuve que detenerme del grifo de la regadera. Mi amiga gritó: “Está temblando”. Yo me mantuve a la expectativa, la verdad sin asustarme, y me cubrí con una toalla. Sucede que mi madre es de un pueblo de Oaxaca, Pinotepa Nacional, donde es fama que tiemble todos los días, pero la mayor parte de las veces esos ligeros sismos no se sienten. Cuando son de mayor escala la gente no corre: espera a que pasen. Cuando una pared se cae, cuando mucho hay alguien a quien lo sorprende dormido y muere bajo el muro de ladrillos. Pero no eran comunes los muertos ni los accidentados. Así que tras el incidente me dirigí a mi trabajo. Todo normal, eso creía yo, por Circuito Interior y avenida Revolución. Ninguno de mis alumnos de Murillo llegó a clase. Tomé mi automóvil y me dirigí a la unidad central en la calle de Colima en la colonia Roma, donde los asesores preparábamos materiales didácticos. Ya serían como las 10:30 de la mañana y conforme me acercaba fui entendiendo la gravedad de los hechos, las calles estaban con escombros, casas y edificios caídos, zonas cerradas, semáforos apagados, peatones que dirigían el tráfico. Entonces supe que los sismos podían tirar construcciones enteras y matar gente. Mucha.
Se organizó una brigada de apoyo por parte del INAH. Varios de mis compañeros se dedicaron en los días siguientes a brindar ayuda en Tlatelolco para que la gente de edificios afectados pudiera bajar sus pertenencias. Bajaron camas, estufas, refrigeradores por las escaleras. Otros cargaron cadáveres para llevarlos al estadio de beisbol del Parque del Seguro Social, que sirvió de morgue para los miles de cuerpos rescatados. Como estaban en contacto con escombros y fierros, estos colegas tuvieron que ser vacunados con la antitetánica. Una amiga y yo fuimos asignadas a Palacio Nacional para responder llamadas que reportaban fallas y solicitaban ayuda: montacargas, agua, alimentos... Con una contraseña y el nombre de un general teníamos acceso para manejar hasta la calle de Moneda y luego entrar a uno de los salones donde recibíamos las llamadas.
Mirando por el balcón de Palacio los edificios aledaños y la explanada de la Plaza Mayor, no terminaba de creer que aquello era real y que los temblores podían ser terroríficos y a la vez desatar la solidaridad espontánea de esta ciudad, como nunca antes la había visto. Se veían las campanas de Catedral silenciosas. Las de San Miguel Arcángel, la Castigada, la Santa María de Guadalupe callaban en duelo. Cuando el domingo siguiente repicaron a todo rebato, ya sabíamos por quién doblaban las campanas de Catedral. No solo por los fallecidos, también doblaban por nosotros. Para los sobrevivientes fue una muerte colectiva simbólica.
El bramido silencioso
Antonio Lazcano
Al igual que le ocurrió a muchos otros, me despertó de la cama el movimiento violento, seguido por la llamada de una amiga que me hablaba de larga distancia y que desde luego no sabía nada del temblor. La llamada se cortó y, para entonces, fue claro para mí que el terremoto era muy intenso. El movimiento fue como una especie de bramido silencioso de la Tierra. Hablé con mamá, me vestí y, al salir y comenzar a recorrer las calles, me di cuenta de la gravedad del desastre. Tome la mejor decisión, porque con un grupo de conocidos que incluía a Claudia Ovando, una amiga queridísima ya fallecida, nos incorporamos a las brigadas de la UNAM que se formaron espontáneamente. Atestigüé daños y tragedias que nunca olvidaré, pero también el compromiso extraordinario y la generosidad de muchos. El recuerdo del temblor y la tragedia que provocó, marcó mi vida para siempre. Nunca lo olvidaré.
Segundos interminables
Carlos Martínez Assad
El cucú suizo pegado en la pared frente a mi escritorio activó de pronto su mecanismo detenido durante la noche, salió de su casita cantando como lo hacía para dar la hora. Unos minutos atrás había llevado a mis hijos a la plaza de Santa Catarina, donde abordaron el autobús escolar rumbo al Colegio Madrid.
El péndulo se movía de un lado a otro para hacerme notar que la tierra temblaba. Abandoné el escrito que apenas había iniciado. Me puse de pie para alertar a quienes permanecían en casa. Fueron segundos interminables. Llamé a la dirección escolar, me dieron parte de sin novedad y del regreso de los alumnos a su domicilio. Asistí a un desayuno programado con compañeros de la UNAM. Hablamos del sismo todavía sin idea de lo sucedido. Tomé el auto para dirigirme a mi cubículo en Ciudad Universitaria, encendí la radio y escuché a Jacobo Zabludovsky decir que el hotel Regis se había venido abajo. Pensé: “Los noticieros siempre exageran”.
La última noche
José Luis Martínez S.
En la Ciudad de México, le dijo José Emilio Pacheco a Daniel Salgado en una entrevista publicada en 2006 en el periódico El País, muchos de los sitios que le daban identidad ya no existen o forman parte del “espectáculo de las ruinas”, que tuvo sus momentos más dramáticos con los sismos de 1985 y 2017.
Pero el espectáculo continúa en nuestros días con escenas como el derrumbe, el pasado 3 de junio, del centro nocturno El Patio, con el largo abandono del Teatro Blanquita, con el predio donde estuvo el Hotel Regis convertido en mercado informal sucio y ruidoso, como gran parte de la ciudad, cada vez más deteriorada y, sin embargo, siempre, entrañable.

Esta toma muestra el Hotel Regis de noche en el centro de la Ciudad de México. El icónico edificio colapsó por completo el 19 de septiembre de 1985 durante el devastador sismo de magnitud 8.1 que azotó la ciudad. Información compartida por Bob Ahren, Director de Fotografía de Archivo en Getty Images.
Como conté en el libro El día que cambió la noche (Grijalbo, 2016), el 18 de septiembre de 1985 recorrí la ciudad de arriba abajo con mis amigos fotógrafos David Ricardo y Arturo Sampedro. Trabajábamos en la revista Su Otro Yo y tuvimos entrevistas desde la mañana, en Radio Cañón con Sergio Rod y Gustavo Armando el Conde Calderón, conductores del programa Batas, pijamas y pantuflas. En la tarde fuimos a El Patio para conversar con Héctor Suárez y en la noche al Capri, en el Hotel Regis, para ver el espectáculo de la vedette Mara Maru. En la madrugada visitamos el Estudio 54, un cabaret frente a la estación de trenes de Buenavista. En mi Volkswagen azul, felices, con sed insaciable en una ciudad generosa con sus peregrinos nocturnos, fuimos a la Zona Rosa, recorrimos Insurgentes, Reforma, Juárez, avenidas adornadas con luces tricolores y emblemas patrios.
Con David Ricardo, llegué a mi casa, en la periferia, casi a las seis de la mañana. Me despertó el sismo de las 7:19, no había luz ni teléfono. David estaba en la planta baja. Desayunamos tranquilamente y fuimos a buscar a Arturo. En el trayecto, por la radio, nos enteramos de lo que había pasado en el Centro, la Roma y Tlatelolco, donde vivían los hijos de David.
Hicimos el camino de regreso, callados, espantados. En medio del polvo, David encontró a su familia, lo dejamos, y Arturo y yo nos fuimos a Reforma 27, donde estaban las oficinas de la revista. Escuchamos gritos y llantos, vimos a los primeros voluntarios mover piedras, improvisar campamentos, ayudar a los damnificados.
Nada volvería a ser igual.

Los viejos dioses yacen sepultados
Eduardo Matos Moctezuma
Aquella mañana veía el noticiero y cerca de las 7:19 todo empezó a moverse. Salí corriendo fuera del departamento donde vivía y otras personas también salieron. Las consecuencias de aquel temblor fueron devastadoras. La muerte señoreaba por varias partes de la ciudad. Me dirigí al Centro para ver si había estragos en el Templo Mayor. No había daños de importancia, pero las personas mostraban temor y las noticias no dejaban de repetir las consecuencias del terremoto.
Al estar ubicados en zona sísmica estos fenómenos no dejan de causar miedo en la población, lo que es lógico, pues no está a nuestro alcance dominarlos. En el pasado prehispánico existía el símbolo Ollin (Movimiento), que también se aplicaba a los temblores. Hoy, los viejos dioses yacen sepultados y la arqueología logra traerlos al presente. El temblor de 1985 dejó huellas que aún recordamos y que serán difíciles de olvidar.
Polvorienta pero viva
Verónica Murguía
El 19 de septiembre me encontró en la calle de Oxford en la colonia Juárez, a punto de subirme al coche. Al principio no me di cuenta, absorta como estaba en el ritual cotidiano de “calentar el motor”. Mi pareja de entonces, a quien había dejado dormido como un oso, se asomó por la ventana con una cara de miedo que nunca le volví a ver y gritó: “¡Salte, está temblando!” Entonces escuché, vi, sentí. Él no podía salir porque el marco de la puerta se descuadraba e impedía que el batiente se abriera. Me abracé de dos personas: un señor que iba a la oficina y una mujer que revisaba los parquímetros. Fue hace cuarenta años, pero recuerdo el miedo que experimenté ante la posibilidad de que la ciudad, mi pareja, nuestras familias, la vida como yo la conocía, desapareciera bajo toneladas de concreto.
Los días siguientes definieron rasgos míos que persisten. Mi amor por la ciudad. Mi manía de sentarme junto a los pasillos y localizar las salidas de emergencia. De dormir en pants. Mi pacifismo. Me horrorizó pensar que eso, tan terrible, que estábamos viviendo, lo habían experimentado otros en manos de enemigos. Pensé en Madrid, en Guernika, en Londres, en Berlín, y ahora pienso en Gaza. Mi orgullo por cómo se portaron los chilangos entonces y cómo se portan ahora con cada, extraña, repetición.
El temblor le impuso a esta ciudad una prueba terrible de la que salió avante. Mutilada, fúnebre y enlutada, polvorienta, pero viva. Ojalá siga saliendo así de lo que el universo y sus gobiernos, tan arbitrarios como cualquier temblor, le deparen.
Aquel polvo ubicuo
Laura Emilia Pacheco
Sin miedo. Quienes nacimos en los años sesenta enfrentamos así el terremoto del 19 de septiembre de 1985. Nunca habíamos vivido una tragedia. Habituados a los temblores, de este solo dijimos que “estuvo muy fuerte”. Muchos salimos a nuestras labores cotidianas, ignorantes de la devastación que se vivía en otros rumbos de la ciudad. Era solo otro temblor.
Llegué a la oficina donde trabajaba en un quinto piso de la calle de Mazatlán. La ciudad estaba callada, retraída, sin noticieros de 24 horas, ni celulares, ni redes sociales. Solo se escuchaba la voz de Jacobo Zabludovsky que, conforme avanzó la mañana, empezó a reportear, con el teléfono que tenía en su Mercedes, las heridas de una Ciudad de México que en 500 años soportó casi todo. En la oficina vacía me asomé por la ventana. Entre los edificios cercanos, montañas. ¿De qué? Era como cuando desmoronas un pan y las migajas forman un montículo. Casi enseguida llegó Xavier Velasco, que también trabajaba ahí. Es un hombre muy alto y todo él estaba blanco, demudado. Venía de su clase en el Instituto Goethe, en plena colonia Roma. Me urgió a que saliéramos a Insurgentes, a unas cuadras de ahí. “Tenemos que ir”, me dijo.
El recorrido que hicimos no lo olvidaré jamás y, hasta el día de hoy, es una experiencia que selló nuestra amistad a lo largo de todos estos años. A uno y otro lado de la famosa avenida, casas desfiguradas, negocios destruidos, edificios retorcidos; los refrigeradores y estufas de la tienda Viana desparramados en la calle. No recuerdo que nadie robara nada. Quienes estábamos ahí avanzamos en absoluto silencio, cubiertos de polvo blanco, caminando sin rumbo de una manera lenta e irreal. Todo era blanco. Blanco. La quietud apocalíptica se veía desgarrada por ocasionales gritos, sollozos, pedidos de auxilio, como el del hombre que, desde la calle, podía ver a sus dos hijas y a su esposa prensadas en su dormitorio. Unos minutos antes su familia estaba viva. Noventa segundos después no tenía a nadie. La magnitud de las pérdidas humanas es algo que no ha terminado de sanar.
Todas las historias de la ciudad y sus habitantes quedaron cubiertas por aquel polvo ubicuo, mezcla de las entrañas más remotas de la ciudad y las nuevas heridas de su cuerpo. De aquella amalgama entre pasado y presente, temor y furia, desilusión y esperanza, emergió un futuro —personal, social, político— que cambió todo para siempre.
La vida no necesita pasaporte
Alberto Ruy Sánchez
Entre las miles de imágenes de aquellos días quiero dejar constancia de una sensación indignante. Cuando el gobierno federal extendió su ineptitud y arrogancia hasta expulsar del país a un equipo de rescatistas franceses que había llegado días antes desde los Alpes y que, con la experiencia profesional, con perros entrenados y el equipo adecuado, había rescatado a cientos de personas. Se estaban convirtiendo en héroes populares. “Eran extranjeros”, decían con un gesto chovinista unos funcionarios con “razones superiores”. Los franceses y sus perros rescatistas se volvieron de verdad adorados de la gente. Y la Presidencia pidió al gobierno de Francia que se fueran.
Recuerdo la enorme cantidad de personas que fue a despedirlos al aeropuerto, muchos familiares de los rescatados o quienes habían trabajado como voluntarios con ellos. Recuerdo todavía con más rabia que tristeza una de las pancartas pintadas a mano que les pedía: “No nos abandonen, la vida no necesita pasaporte”.

Solo el espanto
Enrique Serna
Cuando Gregorio Samsa se levanta convertido en un horrible insecto no se alarma por su insólita metamorfosis: teme que su aspecto le impida asistir al trabajo. Yo reaccioné de una manera similar en el terremoto de 1985. Vivía en la planta baja de una vecindad, en la calle Zempoala de la colonia Narvarte, y aunque cerca de ahí se desplomó el edificio de la SCOP, la zarandeada solo tiró un libro de mi librero: Leyendas de las calles de México de Artemio del Valle Arizpe. Me tuve que ir a la chamba sin conocer la magnitud de la tragedia, pues hubo un largo apagón que duró casi todo el día. Como todas las mañanas, tomé la combi en avenida Vértiz y en el camino a la agencia de publicidad donde trabajaba, frente a la Alberca Olímpica, no vi ningún derrumbe. Pensé que el sismo no había causado graves daños a pesar de su intensidad. Solo me enteré de la catástrofe a las 7 de la noche, cuando mi novia Rocío Barrionuevo llegó a reunirse conmigo en el café narvarteño donde tuve que refugiarme para leer (en mi casa era imposible por falta de luz). Fuimos en su coche a la sala de proyección de los Estudios Churubusco, donde tenía que ver una película, El tráiler asesino de Raúl Araiza, y allá nos tocó el segundo temblor, casi tan fuerte como el primero. Salimos despavoridos y en la calle principal de los Estudios, junto a la estatua del Ariel, la oscilación de los autos estacionados, el ronroneo del subsuelo y el chapaleo del agua en los tanques metálicos me colmaron de espanto. Nos acompañaba un técnico de sonido, el cubano Julián Navarro, que imploró de rodillas el perdón de sus pecados. No regresamos a ver el resto de la película. En una tienda logré que me vendieran una botella de Bacardí a pesar de la ley seca decretada por el gobierno y nos fuimos a esperar el fin del mundo en casa de mi madre, donde todos los viernes y sábados hubo una juerga continua durante quince años. Nuestra mejor defensa contra la tierra homicida fue desafiarla borrachos.
Se nos vino abajo
Xavier Velasco
Ando paseando al perro por Polanco y ya se me hace tarde para mi clase de alemán en la colonia Roma. Súbitamente, el pavimento comienza a menearse, al tiempo que se escucha un siniestro concierto de edificios tronando en torno nuestro, pero al fin todo queda en su lugar. No pasó nada, pienso. Poco más tarde, me resisto a creer en lo que veo y corro como autómata hacia el Instituto Goethe, como si eso me fuera a salvar de algo. Hay cantidad de gente a media calle, muchos de ellos con ropa de noche. Menudean los gritos y las carreras. Parecería que es el fin del mundo y todavía no acabo de asumirlo. “¿Kierres clase? ¡No hay clase!”, me sonríe nervioso Herr Schwirten, mi maestro, y al fin caigo en la cuenta del paisaje de escombros que me rodea. Un par de horas después, camino desolado por Insurgentes en compañía de Laura Emilia Pacheco, que es mi compañera de trabajo, y tampoco termina de creer lo que mira. No, no es el fin del mundo, pero parte del nuestro se nos vino abajo. Todavía no sabemos que nos tomará años levantarlo de nuevo.
AQ