DOMINGA.– “No conozcas a tus ídolos, dicen por ahí”. María José Cuevas suelta la frase –una advertencia ante la posibilidad de que un mito se desmorone– mientras viajamos en un vagón del Metro rumbo a la plaza Garibaldi. El calendario marca el 28 de agosto de 2025. Vamos hacia la estatua del Divo de Juárez, en la Ciudad de México, justo el día de su noveno aniversario luctuoso.
El destino la puso a retar esa máxima. Durante dos años y medio la directora de cine se sumergió en la vida del ídolo de ídolos: Juan Gabriel en los escenarios, Alberto Aguilera Valadez en la intimidad. Día tras día dialogó con infinitas horas de material inédito –videos personales, cassettes, fotografías– que el artista dejó a su familia.
En ese proceso, observó al cantante como nadie antes. Lo escuchó, lloró, rió y terminó por construir Juan Gabriel: Debo, puedo y quiero, el documental. La obra está dividida en cuatro capítulos, lo más ambicioso de su carrera. Un retrato cercano y luminoso que estrenará Netflix el próximo 30 de octubre, producido por Mezcla.
“La responsabilidad de retratar a alguien tan querido, respetado y admirado es enorme. Hay que enfrentarse a los claroscuros del personaje y tratar de equilibrarlo todo”, dice María José, quien sostiene un puñado de flores. “No había manera de no dialogar con él. Era como tener una relación amorosa con alguien que ya no está. Había días que lo sentía presente”.
María José Cuevas entendió que conocer a su ídolo era también enfrentarse a su humanidad, y que la única forma de no traicionarlo era serle fiel: “Traicionar esa intimidad que dejó, ese testimonio de su vida, hubiera sido imperdonable”.
La directora sigue hilando sus ideas mientras caminamos entre los pasillos y escaleras rumbo al transbordo hacia la Línea 8. El documental deja claro que Juan Gabriel no sólo sobrevivió a una infancia marcada por la pobreza y el abandono, sino también a una sociedad conservadora, clasista y homófoba.
“Lo que a mí me impresiona es que, a pesar de todo, Alberto creó a Juan Gabriel: un personaje luminoso, seguro, que siempre proyectaba superación. Fue un verdadero sobreviviente”, dice la también directora de los documentales Bellas de noche y La dama del silencio: el caso Mataviejitas.
Llegamos a Garibaldi. Desde una bocina suena “La frontera”. Un imitador en traje azul eléctrico canta y baila, mientras unas cincuenta personas lo acompañan. María José, fiel a sus labios rojos, se une al festejo sin titubeos: canta, baila y coloca las flores a los pies de la escultura del Divo de Juárez. Casi en un gesto religioso, se planta frente a él y le pide que no le suelte de la mano. Con el estreno del documental en puerta, los nervios y la emoción se mezclan.
“Esto es Juan Gabriel”, dice y yo observo la escena: imitadores de trajes brillantes, un grupo de mujeres con cachuchas y playeras de club de fans; la gente que lo amaba, que se sabe sus canciones, que todavía llora su ausencia.
“Nunca perdió de vista de dónde venía. Nunca renegó de sus orígenes. Por eso se convirtió en el ídolo de todas las clases sociales, en el artista que podía conquistar tanto un palenque lleno de machos borrachos, como Bellas Artes”, dice. “Por eso, para mí la gran conquista de Juan Gabriel es el público del palenque”
Hay que imaginar ese escenario circular, sin esquinas; sin backstage donde esconderse si las rechiflas arrecian; en medio de un público hostil, a veces violento. “Y ahí estaba él: completamente expuesto. Salía a altas horas de la noche, después de las peleas de gallos, cuando ya todos estaban borrachos”.
Todo esto confirma lo que Carlos Monsiváis dijo alguna vez: Juan Gabriel trajo lo marginal al centro –su origen humilde, su identidad sexual, su “ser de provincia”–. “Todo lo que era considerado marginal lo trajo al escenario y dijo: ‘este soy yo, y me van a adorar’”. En medio de la celebración, María José Cuevas hace una pausa.
“Era un valiente maravilloso. Lo pienso y me dan ganas de llorar. ¿Cómo logró eso?”. Vuelve a pausar y de pronto me lanza: “Esta entrevista debería titularse Juan Gabriel: el gran conquistador”. Se ríe.
El documental que se disputaban plataformas y productoras
Juan Gabriel compuso una canción que se llama “María José”, como la directora de su documental. La letra –con sus claves musicales– está enmarcada y colgada en la pared del comedor de su casa, donde tenemos el segundo encuentro para continuar esta entrevista para la revista DOMINGA de MILENIO.
Cuando, a principios de los años noventa, María José se fue a vivir sola por primera vez, compró una contestadora telefónica. Cada vez que alguien llamaba y ella no estaba, antes del mensaje sonaba una estrofa de aquella canción: “Eres siempre el ángel de mi vida, siempre el ángel de mis sueños, eres María José”.
Ese recuerdo –junto con muchos otros– regresó con fuerza cuando Laura Woldenberg, fundadora de la productora Mezcla, le preguntó qué significaba para ella Juan Gabriel. Se recordó con 12 años fascinada frente al televisor mientras el cantante, vestido de suéter rojo y jeans blancos, interpretaba “Querida”; recordó también el concierto de 1990 en el Palacio de Bellas Artes, al que asistió con su hermana Ximena, su madre, Bertha Riestra y su padre, el artista José Luis Cuevas.
No sorprendió que pensaran en ella para dirigir el documental que llevaba años disputándose entre productoras y plataformas.
María José Cuevas ya había trabajado con Mezcla en La dama del silencio, un documental con gran repercusión que consolidó su sello autoral y su complicidad profesional con Woldenberg. Pero este proyecto no era cualquier encargo: se trataba de un documental para el que tendrían acceso a su archivo personal, tras un acuerdo con el Estate del cantante –el grupo que administra su legado, encabezado por su heredero universal, Iván Aguilera–. Custodiar y dar forma a la vida del ídolo era un reto enorme.
Como parte del proceso de selección, escribió una carta al Estate, una declaración íntima y casi poética sobre su vínculo con Juan Gabriel. Contó que su conexión con el artista era personal y cultural, heredada de su padre y de Monsiváis, quienes le enseñaron a mirar la cultura popular como un espejo de lo que somos. En aquel famoso concierto de Bellas Artes en 1990, “su presencia era más grande que el mismo Palacio, [...] logró que coexistiera lo popular con lo intelectual, el ambiente de los palenques con el escenario pomposo de Bellas Artes”.
“Como documentalista –escribió María José– siempre me ha interesado retratar a los ídolos de la cultura popular que definen una época, y Juan Gabriel es uno de ellos”. Cerró su carta diciendo que este proyecto era una deuda pendiente con él y con el público: “Así como María Félix le dijo [a Juan Gabriel] alguna vez que todavía nos debía muchas maravillas, nosotros le debemos ahora contar el recuento de esas maravillas que nos heredó, en un testimonio a la altura de su grandeza”.
Esa carta abrió las puertas. La llamaron a una entrevista con el Estate, Netflix y Mezcla, y poco después le avisaron que había sido elegida.
“Desde el día que supe que tendría acceso a todo su archivo, me sentí como Atlas cargando el mundo. Sólo que ese mundo tenía la cara de Juan Gabriel –ríe–. Sentí una responsabilidad enorme, pero también hice un pacto con él: okay, estamos entrando en tu universo más íntimo, y tengo que honrarlo”.
El archivo que Juan Gabriel capturó con su camarita super-8
“Imagínate: 1971. Lanzan a Juan Gabriel con ‘No tengo dinero’ y, en cuanto le entra su primera lanita, lo primero que hace es comprarle una casa a su mamá y comprarse una camarita super-8”.
Ahí empezó todo. Sin proponérselo, Alberto Aguilera se convirtió en su propio cronista: un visionario que entendió –antes que cualquiera– que su vida sería historia. “Al principio filmaba por diversión, como cualquier chavo. Pero con el tiempo empezó a entender la importancia de registrar su cotidianidad, su intimidad, su mirada sobre el mundo. Yo estaba listísima para enamorarme de Juan Gabriel”.
Juan Gabriel: Debo, puedo y quiero recupera esa esencia a través de un impresionante archivo personal. “Los conciertos más importantes de Juan Gabriel están registrados por sus propias cámaras”, explica la directora. “Tenemos palenques, Bellas Artes, grabaciones íntimas… y casi todo el material proviene de su archivo. El 95% viene de sus propias cintas. Adquirimos poco archivo de terceros”.
Da vértigo imaginar una bodega con más de 40 años de grabaciones. “Era su vida entera, desde 1971 hasta 2016, dos días antes de su muerte. Y conforme avanzaban los años, también cambiaba la textura de las imágenes. Quise que el documental se sintiera como un viaje: tomados de su mano, atravesando el tiempo y sus distintas etapas”.
Como en todo enamoramiento, también hubo desencanto. “Era un señor que se llamaba Alberto Aguilera, con defectos y virtudes, que a veces me caía gordo, como cualquier persona. Cuando pasa el idilio dices: ‘Ay, no, pues sí tiene defectos, ¿y ahora qué hago?’. Y cuando me entraba esa angustia, ponía cualquier concierto suyo… y me volvía a hincar ante el ídolo y su magia”, dice María José.
La directora no es ingenua: sabe que el documental podría despertar críticas y conoce el ruido que rodea al artista. Lo estudió de punta a punta –“me eché absolutamente todos los programas de chismes”–, pero eligió otro camino. “Me comprometí a contar su historia con respeto, con sensibilidad”, dice marcando un límite profesional. “Y al final me di cuenta de que Juan Gabriel enfrentó cada polémica que surgió y, de hecho, no se excluyen las polémicas cuando son relevantes [como los impuestos y las controversias públicas]”.
Pero María José Cuevas rehuyó al sensacionalismo. “No voy a trasladar un tono amarillista aquí. No cabe. Es mi postura. Si alguien quiere eso, para eso están los programas de chismes”, remata el tema.
La revolución silenciosa de Juan Gabriel
“Dicen que lo que se ve no se pregunta, mijo”. No hay frase que defina mejor la esencia del cantante y compositor que aquella respuesta que le dio al periodista Fernando del Rincón, cuando le preguntó si era gay en el año 2002.
Le pregunto a María José si cree que, en el contexto de esa época, ¿habrá sido un infierno para Juan Gabriel ser gay? “No debe haber sido fácil; a los 16 años estuvo detenido por casi un mes en el Tribunal de menores simplemente por su amaneramiento. En su declaración del expediente, él acepta su homosexualidad, es decir nunca lo negó”.
Juan Gabriel –el personaje público– era libre. Simplemente existía, provocaba, seducía. Cada vez que subía a un escenario salía del clóset, sin decirlo, sin pedir permiso. Y eso, en el México de los setenta, era una revolución silenciosa”.
Siempre tuvo plena conciencia de su identidad, añade, “pero vivíamos en un México donde los artistas no solían salir del clóset porque les podía costar su carrera. Freddie Mercury tampoco lo hizo. En los setenta y ochenta había un estigma enorme, una moral impuesta por la sociedad. No fue sino hasta mucho después [2010], cuando Ricky Martin se declaró abiertamente gay, que vimos un cambio real en la conversación pública”.
“Juan Gabriel no tenía por qué responder nada verbalmente –sigue–. Él respondía con su sola presencia. Decía: ‘me estás viendo y este soy’. Nunca lo escondió y eso, en un país donde el ideal masculino era el del macho, lo vuelve todavía más simbólico”.
El Divo de Juárez jugaba constantemente con las dualidades, dentro y fuera del escenario. Lo mismo ocurría con sus canciones, capaces de convertir el dolor en celebración. “Sus letras habitan en esa tensión. Son canciones tremendamente tristes, pero también tremendamente alegres. Escuchas “Hasta que te conocí” y estás bailando el desengaño. Esa mezcla es profundamente mexicana”.
Ante ese archivo en video, ¿qué se guarda y qué se deja ir?, pregunto. “Hay una escena que me obsesionó: Juan Gabriel joven, frente al espejo, en su casa de Acapulco. Se estira la cara y dice: ‘Híjole, ya se me está cayendo’. Es un momento mínimo, pero habla del paso del tiempo, de la vanidad, de la vulnerabilidad. Y luego, décadas después, lo ves en la alberca, ya mayor, diciendo a la cámara: ‘Aunque no lo crean, este soy yo: miren mis ojeras, mis arrugas, mis canas’. Ahí entendí que la historia estaba en eso: en los detalles”.
“El alma del documental –resume– está en lo que no era obvio, en la reinterpretación de los archivos”.
La paternidad, dice, fue otra capa esencial. Por primera vez vemos a Juan Gabriel siendo Alberto Aguilera, el padre. “Esa parte es gruesa, muy al centro del corazón de esta radiografía. Hay una imagen que me conmovió profundamente: él, cargando a su bebé, contándole que su madre lo abandonó”. En ese momento Juan Gabriel se despoja del mito, y lo que queda es un hombre vulnerable, amoroso, tratando de ser el padre que él no tuvo.
Una camarita llega a María José Cuevas para grabar lo que le diera curiosidad
María José es una mujer alegre, brillante y transparente. El humor le es tan natural como la curiosidad. Y sí, suena a cliché, pero es hermosa por dentro y por fuera. Hemos sido compañeras de trabajo, y desde hace cuatro años compartimos una amistad que se nutre de complicidad y afecto.
La tarde del 2 de septiembre compartimos comida y helado de café en su casa mientras seguíamos hablando del documental. Sobre un mueble de madera en su comedor reposa un bonche de vinilos. Husmeo y paso los discos uno a uno: están casi todos los de Juan Gabriel, algunos de Depeche Mode y un par de Timbiriche.
El 17 de septiembre, un mes y medio antes del estreno del documental, María José decidió tatuarse la frase “debo hacerlo todo con amor”, como un manifiesto vital. “Exacto, todo con amor. Absolutamente”, me dijo días antes.
Sus tres documentales tienen un hilo común: son exploraciones de la identidad mexicana a través de figuras mediáticas y de la cultura popular. Todos se construyen desde el archivo, la memoria y la mirada íntima. “En los tres proyectos hay un interés por entender cómo México fabrica a sus ídolos y sus mitos”, dice. Y en los tres hay una constante: el amor y el compromiso por lo que hace. Como su tatuaje.
“Bendita cámara. Me transformó la vida”, asegura. Su encuentro con el cine fue casi accidental, gracias a su hermana Ximena Cuevas –videoasta–, quien impartía un taller de video experimental en el Laboratorio Arte Alameda. “Yo estudié Diseño Gráfico, no Cine. Pero Ximena me regaló una camarita con la idea de que grabara lo que me diera curiosidad. Y eso hice”. Empezó filmando bodas, fiestas gay, reuniones familiares. “Cada evento tenía su personalidad. Me fascinaba observar”, recuerda.
Hasta que un día, en 2006, su entonces pareja, el guionista Manuel Alcalá, le mostró una investigación sobre el robo al Museo de Antropología. Entre las fotos de los sospechosos, una imagen la detuvo: una vedette, la Princesa Yamal. “Era absurda esa foto, una vedette entre los ladrones más buscados del país. La busqué, la conocí, y desde la primera conversación supe que tenía que filmarla”.
Así nació Bellas de noche, su primer documental, un retrato íntimo y poderoso sobre las reinas del cabaret mexicano. “Me tomó diez años. No tenía apoyo, ni plataforma, ni plazos. Sólo una historia que me conmovía. Aprendí a pedir fondos, a producir, a insistir. Esa película me cambió la vida”.
Desde ese momento se dedica al cine documental: “Soy obsesiva. Amo el documental porque tiene todo: investigación, observación, intuición. Es como ser detective. Lo mejor es cuando de pronto encuentras algo y piensas: ‘no puede ser, aquí está la historia’”.
Sus tres películas, asegura, son distintas pero hermanas: “Bellas de noche es íntima, casi doméstica; La dama del silencio es más formal, con entrevistas y recreaciones; y Juan Gabriel: Debo, puedo y quiero, ese fue el reto mayor. Es casi en su totalidad archivo, pura voz, pura textura, pura vida”.
Volvemos al inicio: “Dicen que no hay que conocer a tus ídolos”, pero María José Cuevas lo hizo y al final a través de su trabajo entendemos que Juan Gabriel no necesitaba ser perfecto para seguir siendo inmenso.
GSC