DOMINGA.– Guadalupe Castillo Pérez se estaba bañando en los Televiteatros cuando empezó el terremoto del 19 de septiembre de 1985. Era trabajadora de limpieza y, ese día, en lugar de desayunar prefirió irse a bañar al trabajo porque en casa no tenía regadera. Pensó: “Ay, está leve, ahorita se quita”. Pero no fue así. El piso se abrió y cayó hasta el sótano. “Dios bendito ¿ahora cómo salgo de aquí?”.
Ya no recuerda bien qué escuchó, cuántos pisos cayó o cómo fue su rescate, en la memoria las imágenes y los detalles se le confunden. Han pasado 40 años y Lupita ya tiene 85, es una abuelita muy amable, de ojos grandes, y hay que hablarle fuerte porque está perdiendo el oído; pero hay que escucharla: “Estaba desnuda y agarré una bata de Silvia Pinal, me la puse y así me salí. Dije, ‘aunque sea esto’. Y me la amarré”.
Lupita varía la historia de su rescate, cuenta que hizo un hoyo en la pared y como pudo fue subiendo hasta alcanzar la calle; pero también que los elementos de seguridad de Televisa –la propietaria de este conjunto teatral– le gritaban, “¡Lupita, Lupita!”, e ingresaron por ella entre escombros y la subieron.

Asegura que cayó del quinto piso, como si fuera en un remolino, que se encomendó a Dios y vio una luz y unas manos que se extendieron, y luego salió siguiendo esa luz. Una vez afuera, sobre la avenida Cuauhtémoc, una señora le ofreció ir a su casa por ropa y zapatos, pero le dijo que no, le urgía ver a sus hijos. Días después regresó la bata: “La han de ocupar”, pensó.
Lupita ha sobrevivido a tres terremotos: el de 1957, magnitud 7.5, que tiró el Ángel de la Independencia; el de 1985, de 8.1, cuando quedó atrapada; y el de 2017, de 7.1, que la agarró de camino al banco. Resistió también al covid-19 que dejó 57 mil 844 muertos sólo en Ciudad de México –según la Secretaría de Salud al 21 de marzo de 2023–, muchos más que el número oficial de muertos del ‘85, que fue de seis mil.
Cuarenta años después me explica por qué no se lastimó al caer: “Sentía unas manos que me agarraban –dice mientras me aprieta los antebrazos y me mira a los ojos–. Eran las manos de Diosito, pero no lo platico mucho porque la gente va a decir que ‘está loca”.

Afirma que cayó cinco pisos, su hijo dice que fueron tres y en las noticias de esos días se informó que cayeron los escenarios, pero el edificio de cinco pisos quedó en pie.
Autoridades callaron ante la tragedia del terremoto del 85
Irma y Julián, los hijos de Lupita Castillo, la acompañan esta mañana de entrevista con DOMINGA. Explican que salvó la vida porque quedó en medio de unas estructuras que formaron el triángulo de la vida; quedó libre para moverse, cargó piedras y escombros y fue avanzando hacia el único punto de luz que lograba ver.
Su esfuerzo debió durar más de 12 horas porque al alcanzar la calle ya era de noche. Salió por su propio pie, raspada, llena de polvo y encontró una ciudad en ruinas y escombros, ambulancias, gente caminando. Pero toda la atención estaba puesta a unas cuadras en Televisa Chapultepec, ahí se les cayó la antena encima, muchos compañeros suyos murieron. Lupita salió desnuda con una bata y un señor le dio su camisa, otra mujer le regaló unos zapatos.

Silvia Pinal protagonizaba Mame en los Televiteatros y Lupita tenía acceso a los camerinos, donde guardaban el vestuario. Días después fue lo único que los productores pudieron rescatar. Quizá alguien bromeó con Lupita sobre la bata de Silvia Pinal y ella prefirió quedarse con eso. La memoria se va desdibujando pero también es selectiva ante el trauma. Lo que queda es una memoria fragmentada. Un olvido para escaparnos del horror. Lupita recibió un par de pláticas de médicos de Televisa, como única terapia, y fue enviada a trabajar a San Ángel.
Los chilangos no olvidamos ese día de 1985. Ante la magnitud del desastre, la urgencia y la desesperación por rescatar a las personas atrapadas, las autoridades del Distrito Federal y la Presidencia de la República callaron y ordenaron que las personas regresaran a sus casas. Sacaron al Ejército para cuidar que no hubiera rapiña, no con la orden de ayudar, ésa vino después tras verse rebasados por la población civil organizada para rescatar a sus muertos.
Sus hijos la buscaron en Televisa Chapultepec, donde su nombre aparecía en los pizarrones con los desaparecidos, pero no los dejaron entrar a buscarla. Mientras, Lupita iba rumbo a su casa, pasó por el edificio Nuevo León en Tlatelolco, donde entonces vivían familias acomodadas. “Si esto nuevo se cayó, qué será de mi casa y mis hijos”, pensó. En Tepito entró a la Parroquia de la Concepción, rezó un poco y siguió su camino. Llegó a las 10 de la noche con sus hijos para abrazarlos.
Entonces se enteró de que ya no tenía casa. “La casa donde vivía se cayó, era de adobe, se deshizo”, dice mientras choca sus manos para enfatizar la pérdida. Sucumbió como cientos de hogares en Tepito y de otras colonias populares. En total, 111 colonias se integraron al Programa de Renovación Habitacional Popular, que dos años después les entregó y financió una vivienda, principalmente en las hoy alcaldías Cuauhtémoc, Venustiano Carranza y Gustavo A. Madero.
Aún así, a Lupita no le dan miedo los temblores. “Si empieza, me encomiendo a Dios, me tranquilizo y dejo que pase. Le doy gracias porque me dejó ver a mis hijos”.
El Distrito Federal perdió el 30% de la capacidad hospitalaria
Es la primera vez que Aydée del Toro Cabrera relata su rescate a una periodista. “Me decían Gigi”. Su historia increíble inicia el 16 de septiembre de 1985, con nueve años de edad. Jugando y persiguiendo una pelota se cayó del segundo piso de su casa, en Coapa. La llevaron al hospital más cercano, iba muy mal, “les dijeron a mis papás que ya me iba a morir”.
Su familia se movilizó y logró que la aceptaran en el Centro Médico Nacional Siglo XXI. La iban a meter a Pediatría, pero por falta de cupo la llevaron a Traumatología, en el primer piso. “Me diagnosticaron con una fractura de piso medio en la cabeza, le dijeron a mis papás que no había mucha posibilidad de que sobreviviera y, de hacerlo, me tendrían que volver a enseñar a caminar, hablar, comer”. Los estudios revelaron que todo el daño estaba en su cabeza fracturada, inflamada como una pelota.

Gigi pasó el 16, 17 y 18 de septiembre al cuidado de su madre. Casi todo el tiempo dormía y soñaba. “Me acuerdo que la virgen estaba frente a mí y detrás, Dios. De un lado de mi cama estaba mi abuelo y mi tío, que ya habían fallecido, y del otro, mi papá, mi mamá y mi hermana. Estaban juntando votos para ver si sobrevivía o me iba”. Al despertar preguntaba: “¿Cuántos votos llevamos?”.
Su padre, madrugador, se despertó a las 5 de la mañana el 19 de septiembre, a las 7:19 iba llegando al hospital. Y empezó a temblar. La gente y los enfermos salían corriendo, pero él iba a contracorriente, subiendo para rescatar a su hija y su esposa.
En el cuarto de Gigi había seis camas que se movían y chocaban entre sí. Su madre intentaba detener la suya, pero una enfermera le dijo que mejor la desconectara de sondas y aparatos y se la llevara. Frente a ellas, una niña pequeña y su abuela fueron lanzadas al otro extremo y en ese instante el techo se desplomó.
Su padre apareció y la cargó, y su madre la ató con las sábanas, como si fueran un rebozo. “Mi papá me levanta de la cama y sentí que mi cabeza se había quedado en la almohada, por el dolor tan fuerte que tenía, recuerdo que volteé a ver si había dejado mi cabeza”, revive Gigi una mañana de agosto, en su casa, en el Ajusco, donde casi no se sienten los temblores.
En pleno terremoto comenzaron a salir, atrás venía su madre y otra joven enferma que estuvo internada, a quien nadie visitaba. “Vente conmigo, vente detrás de nosotros”, le dijo su madre. Gigi recuerda que iba recostada y sólo veía que se abrían hoyos en el techo. Las escaleras de salida se habían derrumbado y hubo que bajar entre los escombros. “Mi papá medio se agarraba de alguien y entre las piedras se atoraba y se sostenía”. Los escalones quedaron como resbaladillas. “Salimos empanizados, éramos pura tierra”. A su papá le tocó ver cómo salían volando los bebés de Pediatría con todo y cuneros, que los doctores de urgencias sacaban a la gente abierta y ahí en la calle los seguían operando o cerrando sus heridas.
Una ambulancia la trasladó pronto a un hospital de Satélite. Ahí volvió a soñar. Un día despertó y les dijo: “¡Mamá, ganamos, ganamos y no me voy a morir!”. Y ese “no me voy a morir” fue celebración diaria. La tomografía reveló que su fractura gruesa se redujo a una línea pequeña. El doctor que la atendía no tuvo explicación: “Es como un milagro, no puede ser que en dos días la fractura haya cerrado tanto y menos de ese tipo”.
“Hoy me siento bendecida porque la libré dos veces”, dice Aydée. Quizá fueron tres, porque el edificio de Pediatría se desplomó como un sándwich: murieron 94 bebés, 46 residentes, 53 médicos y 43 enfermeras, según información de aquella época. “El piso en el que estaba se derrumbó por completo, si no hubiera llegado mi papá a tiempo no la hubiéramos librado”, resume Gigi, sentada en su sala, con los retratos de la familia detrás. Ese día el Distrito Federal perdió el 30% de su capacidad hospitalaria, informó Miguel de la Madrid en su IV Informe.

Ella cree que las oraciones de su familia fueron decisivas en su inexplicable recuperación. La única secuela que tuvo fue la pérdida de su oído izquierdo. Como a los tres meses regresó a la escuela de monjas donde estudiaba, pero ella se quedaba dormida en clase, con permiso de los maestros. Cuando terminaban sus compañeros le decían: “Ya te puedes despertar, bella durmiente”.
Creció y estudió Administración de Empresas, se casó, tuvo dos hijos y vive en una casa grande y hermosa. Como segunda carrera estudió Semiología de la Vida Cotidiana, una filosofía sobre los signos, la conciencia y la calidad de vida. “Después de vivir una experiencia tan fuerte no te volteas a ver lo feo, soy bien positiva porque depende de cada uno la manera en que quieras vivir”.
Era imposible salir del primer cuadro de la Ciudad de México
Cristina estaba dando clases de inglés, en la calle Ernesto Pugibet del centro, cuando comenzó el terremoto. Escribía en el pizarrón cuando un alumno le advirtió: “Miss, está temblando”. Ella, incrédula, respondió en broma: “¡Están temblando ustedes porque no estudian!”. Fue lo último que alcanzó a decir antes de que el remezón le hiciera soltar el gis que salió volando.

Hasta antes de ese terremoto de 1985, dice Cristina, los que presenciaron el de 1957 y, que para entonces eran adultos mayores, decían: “pensé que el edificio se me venía encima”, “te juro que vi que el edificio casi se caía”, “a nosotras no nos tocó imaginarlo, ¡el edificio se cayó!”.
Ella y tres compañeras más lograron tomar su carro y salir por Luis Moya, con la calle levantada. Iniciaron un periplo para salir del primer cuadro de la ciudad. Fueron a dar a Avenida Juárez, donde se habían caído muchos edificios. Pasaron por el Hotel Regis, los almacenes Salinas y Rocha. “Se veían camas, mobiliario colgando. Aunque veíamos la destrucción, nuestra cabeza no registraba que había personas”, revive Cristina. “En esos momentos no había guardia, no había policías, no había nada”.
Al llegar a Paseo de la Reforma vieron una gran nube, en su ignorancia pensaron que era neblina pero era humo, del fuego que vino con el terremoto. “Las cuatro volteamos y una compañera dijo: ‘¡Se cayó Tlatelolco!’. Ese impacto, ya no era Salinas y Rocha o camas de un hotel. La realidad te golpea y te dice: ‘gente’”.
“Una señora cruzaba cargando en vilo a una niña de unos 10 o 12 años, con los brazos extendidos, el cabello colgando hacia un lado y las piernas hacia el otro. Sólo la fuerza y la adrenalina de una madre podían sostenerla así”, revive Cristina.
Le sorprende que los jóvenes se molesten hoy con el ruido que produce la alerta sísmica y pidan desconectarla. “Nosotros decimos ‘va a temblar’ y es una enorme diferencia, a decir ‘está temblando’, a sentir el remezón y ¡palo!, un movimiento de 8.1, como no he vuelto a sentir jamás, nadie lo ha vuelto a sentir así”.

El vacío de la información, una sensación que no se olvida
En ese momento los mexicanos querían saber qué estaba pasando pero no había radio, no había internet y los celulares no existían. El edificio de Televisa se había caído, no servían los teléfonos. “Esa estupefacción, de ¿qué pasó?, y después ese vacío, es algo indescriptible”. Cristina y sus compañeras habían vivido en carne propia el terremoto, habían visto la devastación y, sin embargo, no era suficiente para saber qué estaba pasando en el resto de la ciudad y en el país. Era como estar en dos mundos.
“En uno estábamos los que veníamos del desastre y en otro, los que lo sintieron de lejos pero no lograban dimensionarlo”. Todo eran rumores: que los talleres de costureras se habían derrumbado, que la Torre Latino se había caído. “Imagínate el rayo de luz que fue Jacobo Zabludovsky cuando apareció, como si fuera el único vínculo con el mundo”.
Se cayeron las antenas, las oficinas de la radio y la televisión. Cuando reiniciaron las transmisiones, la gente enviaba mensajes: “La familia Ochoa, de la calle Peralvillo 20, en la colonia Morelos, informa que está bien”, con la ilusión de que sus familiares lo escucharan en otra entidad. Como hace Facebook hoy cuando estás en zonas de desastre para avisar que te encuentras bien. Las líneas telefónicas dejaron de funcionar, se fueron restableciendo de a poco durante seis meses. Para dimensionar, imaginemos hoy estar al menos un mes sin celular, sin internet y sin energía eléctrica, porque se averiaron un millón 280 mil servicios.

“Todos esperábamos a que despertara Jacobo para enterarnos de lo que había pasado. Era absurdo, ese silencio era algo propio de aquella época, todo era oficialismo: ¿Qué pasó? Lo que dijo el gobierno. ¿Cuántos muertos hubo? Los que dijo el gobierno. ¿Qué edificios se cayeron? Los que dijo el gobierno, que se cayeron, fuera de eso, no había nada”. Cuando Televisa volvió a transmitir, la gente la escuchaba con devoción, como si fuera un tótem.
La información era escasa y controlada. “Era un México que los jóvenes de ahora deberían comprender, para que esos cuarenta años sirvan de aprendizaje y conciencia”.
El sismo de 1985 marcó a toda una generación. Después vinieron otras tragedias: las Torres Gemelas, el terremoto de 2017, la pandemia de 2020. Cada generación va teniendo su desastre que lo marca. “Ya utilizas estas cosas como si fueran una brújula en el tiempo, antes de y después de”, dice Cristina.

GSC/LHM