DOMINGA.– Hay llamadas que se quedan tatuadas en el alma. Era el 21 de septiembre de 1985, estábamos inmersos en el caos por los sismos de los días 19 y 20. Apenas asimilábamos las imágenes y las noticias que corrían de un Distrito Federal con zonas colapsadas por derrumbes más parecidos a los bombardeos de una guerra. Y en medio de eso, timbró el teléfono.
Dos días antes, a las 7:19 horas del jueves 19 de septiembre, un sismo de 8.1 grados congeló el tiempo. No teníamos idea de la magnitud de la tragedia. Sin embargo, a partir de ese momento, el tiempo volvió a correr y las cifras de personas atrapadas entre los escombros –heridas o muertas– aumentaban provocando vértigo a cualquiera que siguiera las noticias.
El periodista Braulio Peralta y yo escribíamos de cultura con el propósito de dar a conocer las producciones artísticas de carácter independiente que habían hecho eclosión durante esos años ochenta. Las oficinas del periódico La Jornada estaban en la calle de Balderas, en el perímetro del Centro Histórico. Creímos que moriríamos aplastados por una cornisa que se derrumbó por la noche del 20 de septiembre, durante el segundo sismo que ocurrió a las 19:38 horas, cuando íbamos camino a la casa de mi mamá, en la colonia Cuauhtémoc, cerca de Reforma.

Simplemente nos abrazamos esperando lo peor que no pasó. Cuando pudimos continuamos nuestra marcha casi a tientas, pues un apagón había oscurecido las calles que quedaban en tinieblas conforme la noche avanzaba. Sólo contábamos con el débil haz de luz de los faros de los pocos autos que circulaban tímidamente por las calles.
Cuarenta años después, la casa que durante varios días fue nuestro refugio y centro alterno de operaciones sigue en pie, tal cual, con muy pocos cambios. El antecomedor en el que solíamos revisar los periódicos y escuchar las noticias de esos días está en el mismo lugar. También sigue la mesita adosada al pasillo sobre la que está colocado el teléfono.
Ese aparato me lleva al centro de esta historia, que ocurre días después del terremoto que marcó a sobrevivientes en la Ciudad de México, y a generaciones posteriores que aprendieron de la tragedia a través del relato de otros.
A pico y pala se rescataba a gente viva de los escombros
Si hoy el aparato es color gris y tiene teclas, en ese entonces era de pesada y dura baquelita negra, con un disco que giraba conforme se marcaban los dígitos. Habían pasado dos días del temblor que marcó el nacimiento de la llamada sociedad civil. La gente se volcó a ayudar removiendo escombros, llevando víveres, sacando heridos de edificios colapsados ante el pasmo de las autoridades que, en estado de shock, sólo atinaron a mandar al ejército a acordonar las áreas de mayor peligro.
Braulio y yo estábamos sentados a la mesa del antecomedor, escuchando por radio las noticias. Mi madre iba y venía de la cocina con platillos cuyo propósito era, más que alimentarnos físicamente, darnos un poco de consuelo con comida calientita.
Sonó el teléfono. Su ring-ring repiqueteaba sin que nadie se levantara de la mesa a contestar. Finalmente lo hice resignadamente a atender la llamada. Olvidé decir que, desde entonces, siempre he conservado un teléfono fijo en casa. Muchas veces, esas son las líneas que no se cortan y que sobreviven milagrosamente.
–¿Bueno…? –pregunté.
Hubo silencio… Escuchaba una respiración agitada y entrecortada.
–¡Bueno! –insistí con más fuerza, la verdad ansiosa–. ¿Quién habla?
Entonces escuché la voz de un hombre:
–Sólo quería escuchar por última vez una voz humana –me dice con gran esfuerzo y a duras penas.
–Pero ¿quién es?, ¿de qué se trata?
–Sólo quiero despedirme, que alguien sepa que estoy aquí...
–¿Qué te pasa?, ¿quién eres?, ¿en dónde estás?, ¿cómo te llamas? –recité una pregunta tras otra de manera atropellada.
Recuerdo que tapé la bocina y le pedí a Braulio y a mi mamá que bajaran la voz. Ellos estaban platicando de todo lo que había pasado durante esos días aciagos y de la angustia que sentían. Como apenas escuchaba la voz del hombre, les hice un ‘¡shhhh!’ rotundo. Tomé el teléfono con una mano y con la otra jalé ese largo cable que entonces nos permitía dar unos pasos y alejarnos del ruido o conversaciones estorbosas. La longitud del cable era suficiente para sentarme en los primeros escalones de una escalera que conduce al segundo piso y me daba un poco de privacidad para seguir escuchando.
–¡Ya me voy a morir! –dijo entre sollozos.
–Pero, ¿qué dices?, ¿qué te pasa?
–Estoy solo, todo está oscuro, no oigo ningún ruido. Tengo mucha sed… No puedo moverme, no siento las piernas, quiero menearlas, pero la verdad que no puedo.
–Dame tus datos, dime tu dirección, aquí tengo una pluma para apuntar e ir por ti.

Para entonces ya era cosa común que las noticias dieran cuenta de lo que sucedía en los múltiples edificios derrumbados, de cómo a pico y pala habían logrado sacar a varias personas vivas atrapadas en los escombros, de cómo se aplaudía y celebraba el rescate de cada persona, de la necesidad de hacer silencio para oír alguna voz o ruido que proviniera de las ruinas. Las emociones de los capitalinos estaban a flor de piel, estuvieran o no en el lugar de los hechos.
Me levanté y caminé nuevamente a la mesita del pasillo con el teléfono en la mano; de ahí tomé una pluma y una libretita. Volví a sentarme en la escalera y con la pluma rayé con fuerza la libreta, como cuando la tinta no quiere salir.
–¡Ya me dejaron aquí! ¡Abandonado a mi suerte!...
Enseguida dijo gritando: ¡Mamá!, ¿Chela? ¿Virginia? ¿Lucía?
–¡Está muy oscuro, no veo nada...
Un hombre atrapado en los escombros hizo una llamada al azar
Ese 21 de septiembre un hombre que seguía vivo –a pesar de estar atrapado en un colapso– hizo una llamada al azar, como quien lanza una botella al mar con un mensaje de auxilio. Quiso el destino que fuera yo quien respondiera a esa llamada.

A través de la bocina escuché el hiriente sonido de la sirena de una ambulancia que pasaba cerca de donde vivía. El sonido se fue desvaneciendo conforme se alejaba.
–¡Podemos ir a rescatarte! Hay muchos equipos removiendo escombros y han rescatado a muchas personas. ¡Danos una oportunidad! ¡Dame tus datos! ¿En dónde estás? –dije con insistencia alzando la voz.
–No sé... no me acuerdo– dijo con angustia.
–¡Cálmate! Estás muy nervioso y por eso no te acuerdas… tienes que hacer un esfuerzo, tranquilízate. Dime el nombre de una calle, la colonia, de alguna cosa que te quede cerca para poder ubicarte… Yo pido ayuda para que vayan y te saquen de ahí…
–¡Es que no me acuerdo...! –gritó desesperado.
Intenté darle palabras que pudieran tranquilizarlo, que respirara hondo, pero no dejé mi voz de mando. Le pedí que hiciera un esfuerzo, que se concentrara.
–No puedo moverme, no sé cuánto tiempo ha pasado... no escucho ningún sonido...
–¿Cómo te llamas? –volví a preguntarle.
Entonces me di cuenta de que aquella voz del otro lado del teléfono no me estaba escuchando. Estaba atrapado en una nube de ideas y angustias.
–¡Estoy solo, nadie me responde! ¡Sólo quería escuchar una voz humana antes de morirme...! ¡Porque estoy seguro de que me voy a morir!
Creo que yo también estaba en una nube similar. Tampoco lo escuchaba. Entonces volví a insistirle en que me diera su nombre completo para que pudiera buscarlo en el directorio telefónico, la Sección Amarilla que se distribuía gratuitamente en todos los lugares en donde hubiera una línea telefónica. Tenía la esperanza de encontrar su dirección para pedir ayuda e ir a buscarlo.
–Te digo que no sé… que no me acuerdo...
–¿Vives en la colonia Roma? ¿La Condesa? ¿En la Juárez? ¿En la Doctores? ¿En el Centro...?
–Ya me voy, ya voy a colgar –dijo con tristeza.
–¡No te des por vencido! ¡Ni se te ocurra colgarme...!
Después bajé el tono, quizás habría otra forma de que no colgara.
–¡Espérate! Hay que seguir platicando, a lo mejor con eso te regresa la memoria y vamos a rescatarte...
–Hay una corriente de aire, tengo mucho frío y miedo, no puedo moverme. Está muy oscuro y se acabó el ruido...
–Todavía puede suceder un milagro, pero tienes que ayudarme para que eso pase. ¡Tienes que decirme en dónde estás! Quiero ir por ti. ¿Vives en una avenida o en una calle chiquita? Dame alguna referencia, alguna pista…
–¡Nadie me oye! ¡Nadie me responde!... ¿Me podrías cantar una canción? –dijo con serenidad.
–Sí, claro... espero saberla.
–Mi favorita es “La barca de oro”, ¿te la sabes?
–Pero canto horrible...
–No importa, ¡cántamela...! ¡Me gustaría mucho escucharla!
Empecé a tararear la melodía con voz quebrada. Desde luego la conocía, era una canción ranchera que había compuesto Carlos Bravo Solís y que la cantaba Pedro Infante en sus películas. Yo entendí que el hombre había aceptado que moriría pronto, así que empecé con unos versos y luego él también me siguió.
Yo ya me voy
al puerto donde se halla
la barca de oro que debe conducirme.
Yo ya me voy,
sólo vengo a despedirme,
adiós mujer,
adiós para siempre, adiós…

El hombre colgó. Escuché un chasquido y después siguió ese sonido intermitente de la línea telefónica que indica que la llamada terminó. Colgué también, me levanté de la escalera, regresé el aparato en la mesita del pasillo y me solté a llorar. En el antecomedor Braulio y mi mamá interrumpieron su conversación. Me dijeron que estaba pálida, temblando como una hoja de papel. ¿Qué te pasa?
–Era la llamada de un enterrado bajo los escombros, todavía vivo… ¡y no pude hacer nada para ir a salvarlo…!
El acto de escribir de una sobreviviente
Siento, a veces, la frustración de no haber podido salvarle la vida; pero en otras ocasiones me consuela el saber que estuve ahí en sus últimos momentos, que al menos no murió solo, que estuve con él del otro lado del teléfono.
Hubo tres testigos de esta historia: Braulio Peralta, quien continuó su carrera en el periodismo cultural y hoy colabora con una columna semanal en MILENIO; el entonces subdirector de La Jornada, el periodista Miguel Ángel Granados Chapa, a quien le conté lo que había pasado y me respondió con la seriedad que lo caracterizaba: “tiene usted que escribir ese testimonio”; y mi amorosa madre, María Teresa Salcedo, quién falleció hace apenas un año.
Tuvieron que pasar cuatro décadas –40 años del sismo de 1985, que están por cumplirse en unos días– para que pudiera teclear en el Word de mi computadora la historia de un hombre que quedó atrapado en las ruinas de un edificio del que nunca supe dónde se localizaba. Tampoco supe su nombre. Sólo recuerdo que su voz era la de un hombre de mediana edad.
Durante años de manera intermitente, cada conmemoración, seguí recordando las palabras de una conversación que quedó inconclusa y que me lastimó profundamente. Porque hay llamadas que se quedan tatuadas en el alma. Y que reviven del rincón de la memoria. El ejercicio de escribir estas líneas me ha resultado liberador y me reconcilia con la fortuna de ser una sobreviviente.

GSC