Suena el teléfono de Imelda. Contesta la llamada y, a lo lejos, se escuchan las risas de tres niños que corren por la casa. Son sus nietos, a quienes ahora cría sola tras la desaparición de su hijo, César Jiovanny Calderón Jiménez, ocurrida el 2 de febrero de 2022 en la colonia Lomas de la Primavera, en Zapopan.
“Yo busco a mi hijo, él tenía 25 años cuando desapareció. Vinieron dos muchachos, algo le dijeron y se fue con ellos. A los cinco minutos regresó, pero después volvió a salir… ya nunca volvió”, recuerda.
Aquella tarde escuchó un disparo a lo lejos, y un presentimiento la hizo salir a buscarlo. “Oí el balazo y corrí por donde se había ido, pero ya no lo encontré. A mi hijo lo levantaron a la otra cuadra. Para mí, ellos lo entregaron, pero no sé a quién”, dice con la voz entrecortada.
Esa fue la última vez que vio a César. Desde entonces, su vida cambió por completo. “Él me dejó dos niños y su pareja estaba embarazada de cinco meses. Cuando nació la niña, se la llevó y la registró como madre soltera para que yo no pudiera quitárselos, pero el DIF se los quitó y me traje a la niña de siete meses. Desde entonces, me hice cargo de los tres”, relata para MILENIO.
Hoy, los pequeños tienen cinco, cuatro y tres años. Imelda, de 53, volvió a empezar de cero. Antes de la desaparición de su hijo, trabajaba desde hacía una década en unas oficinas en el área de limpieza, pero tuvo que renunciar para dedicarse por completo a ellos.
“Mi vida cambió al cien. Yo ya había terminado de criar a mis hijos, y tuve que volver a empezar. Era muy difícil: los dos niños usaban pañal y la bebé también. Eran ochenta pañales por semana, más la leche. Ahora sólo trabaja mi esposo, y con eso salimos adelante como podemos”, cuenta.
Esta es una historia que se repite en cientos de familias que, de un día para otro, tienen que adaptarse a vivir con padres y madres desaparecidos, y tratar de darle una vida digna a las y los pequeños que se quedan esperando su regreso, entre carencias, dolor y ausencias.
Ausencia que golpea en varios sentidos
La desaparición de una persona no sólo deja un vacío en los hogares: también marca, de manera profunda, la vida emocional y social de niñas, niños y jóvenes que crecen con la ausencia de su madre, padre o de quienes asumían un rol de cuidado.
Desde el Centro de Justicia para la Paz y el Desarrollo (Cepad), especialistas advierten que las secuelas de esta violencia de Estado se manifiestan en la escuela, economía familiar y en la salud mental de toda una generación que ha aprendido a vivir con el miedo y la incertidumbre.
“Los impactos dependen mucho de la edad, de la conciencia que tenían al momento de la desaparición y del vínculo”, explicó Brenda Buenrostro, consultora y facilitadora de las sesiones colectivas que el Cepad realiza con infancias desde 2022.
“Vemos que hay ciertas dificultades académicas, pero también en cómo son recibidos o acompañados por parte de las escuelas, donde a veces hay segregación, incluso bullying. Si están viviendo el dolor de la desaparición de un familiar, no hay energía ni concentración para poner atención en la escuela”, agregó.
El impacto también se traduce en la economía del hogar. En muchos casos, las y los menores asumen responsabilidades adultas o abandonan los estudios para trabajar y apoyar a su familia.
“Sobre todo las y los adolescentes, que deben cuidar a los más chicos mientras su cuidador principal sale a trabajar. Esto genera una sensación de doble abandono: la persona desaparecida ya no está físicamente, y quien queda a cargo muchas veces no tiene la energía para acompañarles emocionalmente”, apuntó Buenrostro.
Imelda, con la custodia provisional de los menores, no puede recibir apoyos gubernamentales, lo que dificulta su estabilidad económica y emocional.
“Como la mamá los registró como madre soltera, para la ley no soy nada con ellos. Tengo una custodia provisional, se puede decir, pero eso no me permite acceder a apoyos. Les digo: pues que venga el gobierno y me dé para los gastos de los niños, si no soy nada”, reclama.
Las ayudas oficiales son mínimas. “Nomás lo que nos da el DIF, tres despensas por año. Les dije: qué injusto, porque mis niños no comen tres veces al año. Nos dan esas despensas por ir a terapia, pero yo no puedo ir cada quince días; no tengo quién me cuide los niños”, lamenta.
La pérdida de César no fue la primera tragedia. “A mi primer hijo me lo mataron el tres de abril de 2016, y su hija nació el 11 de mayo. Y el más chico, César, también dejó a su pareja embarazada de cinco meses y tampoco conoció a su niña. Los dos dejaron hijas con su nombre y ninguno las conoció”, dice con tristeza.
De los cuatro nietos que tiene, tres viven con ella. “Los de César los tengo yo, porque su mamá los abandonó”, explica. Entre juegos, tareas escolares y pañales, Imelda ha aprendido a sostener su hogar con la fuerza que le queda. “Mi hija me ayuda a cuidarlos, también una cuñada, pero es muy pesado. Se me ha hecho durísimo porque ya no tengo la energía de antes, y a veces me deprimo. Pero luego pienso que si no salgo, me vuelvo loca”.
Además de abuela y madre, Imelda es también buscadora. Cada cierto tiempo participa en brigadas para tratar de hallar rastros de su hijo.
“Le digo a mi hija: ni modo, ayúdame con los niños porque yo ya me voy. Si yo no salgo, siento que me vuelvo loca. Mi hijo decía: ‘Mi madre me va a encontrar’. Y eso es lo que me mantiene de pie”, afirma.
Hoy, entre mochilas, loncheras y risas infantiles, Imelda intenta mantener el equilibrio entre el dolor y la esperanza. Cada noche, al ver dormir a los pequeños, se pregunta cómo explicará algún día lo que ocurrió con su padre. “Es más doloroso perder un hijo que perder a un papá, un hermano o una mamá. Lo más doloroso son los hijos”, dice.
Víctimas indirectas requieren atención integral
Desde 2022, Cepad ha acompañado de manera individual alrededor de 15 infancias, y mediante sesiones colectivas a grupos que oscilan entre tres y diez niñas, niños y adolescentes por encuentro.
“Uno, porque evidentemente, para que las infancias existan, pues dependen de una persona adulta. Entonces, esto ha variado por todas las actividades en las que se encuentran inmersas estas personas adultas, y estas infancias... su participación ha sido variable: en las sesiones hemos tenido desde tres hasta diez asistentes; la asistencia fluctúa”, explicó Rocío Martínez Portillo, coordinadora del área psicosocial de la organización.
La especialista señaló que los impactos no se limitan a lo emocional o conductual. “Nuestra mirada es psicosocial: al hablar de impactos en infancias, no sólo se trata de su conducta, sino de cómo las desapariciones afectan todas las áreas de sus vidas: la escolar, la comunitaria, la familiar. Es decir, no sólo el dolor individual, sino cómo se transforma el entorno”, detalló.
En los espacios escolares, advirtió, falta formación para docentes que enfrentan estas situaciones. Muchas veces —dijo— las manifestaciones emocionales son interpretadas como problemas de conducta o se medican sin entender el contexto.
“Hay que llevarlo con la psiquiatra, hay que llevarlas como a otro tipo de valoración, sin entender justo esta parte de la dinámica y de los impactos que puede padecer la infancia”, añadió Martínez Portillo.
Programas insuficientes para víctimas de desaparición
Ambas coincidieron en que el Estado mexicano sigue sin reconocer plenamente a hijas e hijos de personas desaparecidas como víctimas directas de desaparición.
“Los programas son insuficientes y carecen de una mirada integral. La desaparición impacta no sólo a la familia, sino también a la comunidad. A veces reciben despensas o apoyos esporádicos, pero no programas que acompañen todos los efectos que genera la desaparición”, explicó la coordinadora del área psicosocial del CEPAD.
Brenda Buenrostro añadió que la afectación no se limita a la figura de mamá o papá. “Hemos encontrado familias donde la persona desaparecida era un tío o una tía que asumía el rol de cuidado, pero ese vínculo no se reconoce oficialmente. Se cree que mientras haya un cuidador principal todo sigue igual, pero el dolor y las dificultades son las mismas”, señaló.
Ambas especialistas subrayaron que cuando las infancias no reciben atención adecuada, las consecuencias se arrastran hasta la vida adulta. Para la especialista, es injusto dejar a una persona que ya vivió un sufrimiento todavía más sola. El dolor no atendido se convierte en aislamiento y estigmatización.
“Se cree que es un problema individual, cuando en realidad es un problema social, una consecuencia directa de una violencia de Estado, que, por lo tanto, es responsabilidad del Estado atenderlas”, externó Brenda Buenrostro.
Martínez Portillo complementó que el acompañamiento debe trascender el nivel individual. “Cuando hay algo que genera tantos cambios en una familia, es como una piedra que cae al agua: sus ondas alcanzan todo el entorno. Por eso insistimos en que la atención debe tener una mirada integral, con estrategias desde el Estado y con enfoque en derechos”, afirmó.
Espacios colectivos pueden combatir la soledad
Pese a las carencias institucionales, las sesiones colectivas del Cepad han permitido que niñas, niños y adolescentes construyan sus propias formas de afrontar el dolor.
“El tener como estos espacios colectivos sí les ha permitido sentirse integrados, sentirse parte de un grupo, y dar voz a lo que expresan y sienten”, destacó Martínez Portillo.
Ante la falta de una política pública sólida, desde Cepad llaman a la corresponsabilidad social. “Es responsabilidad de todas las personas informarnos, cuestionar los mitos sobre la desaparición y acompañar desde donde podamos. En las escuelas, por ejemplo, cuando otros niños discriminan, lo hacen desde la ignorancia o desde lo que escuchan de los adultos. Como adultos, tenemos esta responsabilidad de poder hacer llegar a todas las personas esta información, lo más clara posible y sin estigmatizar”, dice Buenrostro.
Martínez Portillo insistió en que el enfoque de derechos debe ser transversal: “Se requiere una atención psicosocial con perspectiva de niñez y adolescencia, que garantice el acceso a educación, salud y reparación integral. No desde un enfoque adultocentrista, sino desde lo que realmente viven y necesitan ellas y ellos”.
Faltan condiciones gubernamentales funcionales
Aunque recientemente se aprobó en el Congreso de Jalisco la declaratoria que reconoce a los familiares de personas desaparecidas como grupo en situación de vulnerabilidad, aún falta traducir ese reconocimiento en políticas públicas efectivas.
Sin embargo, no basta con programas asistenciales o acciones de corto plazo. Se requiere una política estatal que garantice derechos, acompañamiento psicosocial, acceso a la educación y reparación del daño.
Actualmente, la Comisión de Búsqueda de Personas del Estado de Jalisco cuenta con el Programa de Apoyo a Familias de Personas Desaparecidas, dirigido a víctimas indirectas que se encuentran en situación de vulnerabilidad económica y que tengan un expediente activo ante la comisión. El programa contempla apoyos monetarios y en especie —alimentación, hospedaje, traslados y servicios específicos— que buscan facilitar la participación de las familias en las acciones de búsqueda e interinstitucionales.
De acuerdo con datos obtenidos por MILENIO, hasta la fecha se ha beneficiado a 14 familias, entre ellas dos adolescentes.
Para acceder, las personas solicitantes deben comprobar parentesco con la persona desaparecida mediante actas del Registro Civil, identificación oficial, comprobante de domicilio y número de expediente activo. Además, no deben recibir otro subsidio relacionado con el tema. Una vez presentada la solicitud, la Comisión evalúa y programa el tipo y porcentaje de apoyo que se otorgará según cada caso.
Jalisco es la entidad con mayor número de personas desaparecidas del país, con más de 15 mil registros activos, según la Comisión Nacional de Búsqueda. Detrás de cada expediente hay familias que sobreviven entre la esperanza y la pérdida, y cientos de hijas e hijos que crecen marcados por la ausencia.
Aunque el reconocimiento como grupo vulnerable representa un paso importante, especialistas y colectivos advierten que la deuda institucional con la niñez afectada sigue abierta, y que el Estado debe asumir su responsabilidad en la reparación de estas infancias quebradas por la violencia.
Las risas de los niños llenan la casa, pero también el silencio de la ausencia. Imelda sigue levantándose cada mañana con la misma promesa: cuidar de los nietos que su hijo dejó y no dejar de buscarlo, hasta encontrarlo.
OV