
“Soy inocente”, me juró Enrique N. la mañana en que lo conocí, hace ya varios años, en el patio del Reclusorio Sur. Purgaba apenas el segundo de los veinticuatro años que recibió de condena por homicidio con las tres agravantes. “Mira, yo fui a la escuela, y ahí aprendí que el corazón está del lado izquierdo”, me explicó, haciendo gala de elocuencia, “así que le le encajé el cuchillo a mi compadre a la mitad del pecho, pero del otro lado, para que no se fuera a morir. Y él, con tal de fregarme, esperó tres horas antes de ir al hospital. ¡Yo nunca lo maté, él sólo se murió!”. Es decir que a despecho de indicios y evidencias, Enrique N. se jactaba de tener otros datos.
Una gran mayoría de procesados y convictos tiene datos distintos a los del Ministerio Público. No importa cuán difusa, disparatada o claramente falsa resulte su versión de los hechos, ellos están seguros —o por lo menos quieren que lo estemos— de que ha habido un error y son inocentes. Imaginemos la clase de retroceso que sufriría nuestra civilización si de hoy en adelante se dieran por buenos todos los otros datos de los criminales, al tiempo que las pruebas sobre sus fechorías se relativizaran y sobreseyeran. Lo cual equivaldría a promulgar la ley de la selva, y entonces quedar todos al amparo del sálvese-quien-pueda.
Me gustaría decir que estamos lejos de un infierno así, pero son ya millones de mexicanos quienes han de vivir bajo el yugo del crimen impune, mientras quienes tendrían que hacer valer la ley se escudan en el ya vetusto truco de los otros datos. Curiosamente, entre menos se nos permite acceder a la información sobre el desempeño de nuestros gobernantes, más se diversifican esos otros datos que nadie se molesta en exhibir, y si se les exhibe es al final de una burda sesión de maquillaje, pues de todas maneras su validez no emana de la veracidad, como del poder de quien los esgrime.
Cuando alguien asegura que tiene otros datos, diferentes a aquellos que le comprometen, pero evita mostrarlos y cambia de tema, lo único evidente es que está haciendo trampa y le trae sin cuidado que nos demos cuenta. “Pues hazle como quieras”, suelen argüir los cínicos en estas situaciones, para dejar bien claro que no les incomoda atropellar los derechos de nadie. Hacen trampa porque quieren y pueden, y porque nadie va a pedirles cuentas.
El truco marrullero de los otros datos ha sido en tal medida conveniente para los funcionarios reacios a responder por sus insuficiencias, que ahora se les protege con leyes y chicanas encaminadas a convertirlos en verdades incontrovertibles. Si hasta hoy todavía se presentan como otros, la idea parece ser que en un futuro próximo sean estos los únicos datos accesibles, y eventualmente la sola verdad. De ahí a estigmatizar, callar y perseguir a quienes vean las cosas de diferente forma no queda más que un trámite expedito para quien ya rompió todas las reglas, partiendo de las de la estricta lógica. ¿Dónde, sino en la ausencia de sentido, suele hallar el tramposo sus mejores coartadas?
Sucede en los estadios, semana tras semana. La mayoría del público local es ciego a las chapuzas de sus jugadores, cuando no les aplaude por astutos. Si la repetición de la jugada parecería dejar las cosas claras, los cínicos se aferran al error, porque de todas formas se sienten superiores a los otros y creen que se merecen la victoria, aunque esta no sea limpia y eso a todos nos conste. Basta con que el fullero eche la culpa a “la mano de Dios” para que se le dé por purificado. Por eso no hay tramposo que no tenga otros datos, ni cómplice que no se esmere en avalarlos. “Ahí nos vamos a michas”, se dice en estos casos